El Mantra de Olhw: La Región de Kerv

Capítulo 8 - El Eco de un Amor Olvidado

El no-espacio se estiraba hasta el infinito, una vasta extensión de vacío primordial, ahora cargada con una electricidad palpable que zumbaba con una nota de inminente fatalidad. No era un zumbido audible para oídos físicos, sino una vibración que se sentía en la esencia misma, un escalofrío que recorría el tejido de la no-existencia. Las partículas de la no-existencia danzaban en el aire inexistente, cada una vibrando con una ansiedad premonitoria, tejiendo una silenciosa sinfonía de la inminente catástrofe cósmica. Había un peso casi tangible en el ambiente, una densidad que no se medía en masa ni en la gravedad, sino en el cúmulo de milenios de olvido acumulado, un peso opresivo que amenazaba con aplastar toda luz, y la incipiente, desesperada chispa de la memoria que luchaba por encenderse, una diminuta llama en un vasto océano de oscuridad.

Frente a la inmensa silueta del Olvido, una entidad cósmica que hasta hacía poco había sido una indiferente vacuidad, un abismo de negación pura y absoluta, y que ahora ostentaba una mirada de melancólica e insondable intensidad, la luminosa figura de Alondra se mantenía firme. Su luz no era estática; pulsaba con un ritmo propio, una respiración etérea que revelaba una determinación inquebrantable, una calma profunda que desafiaba la fría indiferencia del apocalipsis circundante. Su presencia era un faro iridiscente, un punto de luz inquebrantable en una oscuridad que amenazaba con devorarlo todo, una última y desesperada resistencia contra el vacío que se abría. A su alrededor, el propio no-espacio parecía retorcerse, los ecos de universos colapsados resonaban como lamentos distantes, y las estrellas muertas titilaban en el borde de la percepción, como si el cosmos mismo contuviera el aliento. Incluso los presentes, esos ángeles de luz que acompañaban a Alondra, seres de forma etérea y alas de cristal que brillaban con colores inimaginables, sentían la opresión. Sus semblantes, normalmente serenos y llenos de una sabiduría milenaria, se habían tensado. Sus ojos, antes pozos de compasión infinita, ahora mostraban destellos de preocupación y una resolución sombría, preparándose para lo que estaba por venir. Sus auras, que solían irradiar una calma armoniosa, pulsaban ahora con una tensión vibrante, una energía contenida, lista para la batalla.

Entonces, de la profunda oscuridad que conformaba el rostro cósmico de esa presencia, una voz resonó. No era un sonido audible en el sentido convencional, con vibraciones que el oído pudiera captar en el plano físico, sino una resonancia que vibraba a través de la esencia misma de Alondra y del espacio circundante, un eco primordial que parecía provenir de los anales mismos del tiempo, de miles de millones de años de olvido y, a la vez, el susurro más íntimo de una memoria largamente sepultada bajo capas de caos. El impacto fue absoluto, innegable, un reconocimiento que perforó la barrera del tiempo y la negación, una verdad que no podía ser evadida.

"Alondra..." resonó en la inmensidad. El nombre fue pronunciado con una mezcla compleja de sorpresa abismal, un dolor que se extendía a través de eras olvidadas, y un reconocimiento tan antiguo que parecía haber existido desde antes de la creación misma. Era un nombre que el Olvido, por su propia naturaleza y propósito, no debería conocer; un vestigio incómodo, una anomalía flagrante de una realidad que había jurado borrar de toda existencia. La silueta colosal se estremeció con una intensidad que hizo que las partículas del no-espacio temblaran. Una fisura invisible pareció abrirse en su vasta forma, revelando un atisbo de algo más allá de la vacuidad, una profundidad inesperada, un dolor primario. Las "pupilas" que se habían formado en su rostro cósmico se dilataron, una corriente de energía oscura, casi un suspiro cósmico, escapó de sus labios inexistentes, una manifestación de su tormento interior.

La mujer luminosa, Alondra, mantuvo su mirada fija en la inmensa silueta, sus ojos, aunque solo eran vórtices de luz pura, expresaban una profunda comprensión y una tristeza que rivalizaba con la del ser frente a ella. Su luz pulsó con una determinación inquebrantable, una calma profunda que desafiaba el caos que se gestaba, un núcleo de paz en medio de la tormenta inminente. Y con una voz que era melodía pura, un eco de la armonía primordial del universo, proyectó su respuesta directamente a la conciencia del ser colosal, sin necesidad de sonido articulado. Su voz llevaba el peso de un amor inquebrantable, una promesa que había desafiado el olvido por eones, una fuerza capaz de resucitar la memoria más profunda.

"Kerv..."

Y la resonancia se estremeció de nuevo, esta vez con una conmoción que recorrió cada fibra de su vasta forma. Esta reverberación en el plano mismo de la existencia era como si una parte de sí mismo, sepultada bajo incontables capas de caos, negación y la brutalidad de un juramento de olvido, comenzara a agitarse desde un letargo profundo. Los gestos de Kerv, o de lo que era su manifestación en ese no-espacio, eran sutiles pero poderosos. Su inmensa forma, antes tan estática y abrumadoramente vacía, mostró un retorcimiento, como si músculos invisibles se tensaran. La "mirada" en su rostro cósmico se profundizó, una mezcla de terror y anhelo. Una onda de lo que, en un ser menor, sería un reconocimiento doloroso o una sorpresa abrumadora, recorrió su silueta, una onda de energía que intentaba recomponer lo que había estado roto. De la vasta oscuridad de su "rostro" cósmico, donde antes solo había un vacío indiferente y una ausencia total de emoción, pareció formarse una conciencia, una mirada de profunda, casi insoportable, melancólica intensidad. Era la mirada de un ser que comenzaba a recordar lo que había luchado con todas sus fuerzas por olvidar, el dolor y la belleza de una existencia pasada que se negaba a ser borrada por la fuerza. Su forma titánica pareció encogerse momentáneamente, un gesto de un alma herida, y los ángeles a su alrededor sintieron el cambio en la energía, un atisbo de esperanza colándose en el aire denso. El semblante de los ángeles pasó de la tensión a una expectación cautelosa, sus auras temblando con una nueva posibilidad.




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