El no-espacio, ese lienzo incomprensible de la no-existencia donde las galaxias eran meros ecos de polvo estelar y el tiempo una quimera distante, una ilusión forjada en el devenir de los universos, que hasta hacía un instante resonaba con la desesperación cristalina de Alondra y la determinación inquebrantable de Alú, se contrajo con una violencia sorda, antinatural y apocalíptica. No fue una implosión ruidosa, audible para oídos físicos o comprensible para mentes encadenadas a la materia; fue un grito visceral de la nada, una convulsión que rasgó el tejido primordial, la esencia misma del vacío. Una sinfonía de la aniquilación se ejecutó en el umbral del ser, una melodía disonante que prometía el silencio absoluto, la ausencia perpetua de toda resonancia, de toda vida, de todo pensamiento. La esfera de no-existencia, la condensación última de la malevolencia absorbida de Kerv, del Kerv-sombra, no se lanzó como un proyectil que podía ser evadido con agilidad o bloqueado con fuerza. Se manifestó como un abrazo de vacío que se extendió desde el centro mismo del cosmos primordial, un pozo insondable de negación que engullía el espacio a su alrededor. Con un rugido silencioso, un grito que no era de sonido sino de pura aniquilación, una vorágine de negación que se nutría de la desesperación, la vasta silueta de la resonancia de Kerv colapsó sobre sí misma, arrastrando a su paso la luz, la esencia misma de lo que tocaba, cada partícula de energía, cada hebra de posibilidad, cada átomo de conciencia, hacia el olvido más profundo. El éter primigenio se retorcía, un lienzo en blanco que se manchaba con la tinta de la no-existencia, y la propia estructura del ser parecía desintegrarse en la boca de esa vorágine silenciosa. Cada chispa de energía, cada eco de la creación, era succionado sin piedad hacia el abismo insaciable, un lugar donde el tiempo no existía, donde la memoria se borraba y donde el concepto de "ser" era una herejía.
Alondra, agotada hasta el límite de su resistencia por la confrontación que había librado con la sombra de su amado, con el vestigio oscuro de Kerv, sintió la succión implacable de la nada. Era como si una corriente invisible, helada y devoradora, tirara de ella hacia un abismo sin fondo, un lugar donde el "ser" era una ofensa, una anomalía que el vacío se negaba a tolerar. Su luz, que había sido un faro iridiscente en la oscuridad primordial, un baluarte contra la nada misma, parpadeó con una fatiga milenaria, un cansancio que se remontaba a eras inmemoriales de existencia y lucha, a las batallas libradas en el origen mismo de la creación. Los bordes de su aura, que normalmente irradiaban una energía vibrante y protectora, una promesa de vida en cada filamento, ahora estaban roídos y mordisqueados por la negación, como si gélidos tentáculos de olvido la desgarraran, intentando borrar su impronta luminosa del universo. Sentía cómo su propia esencia se deshilachaba, cómo cada fibra de su ser era tentada a disolverse en la vasta, fría indiferencia del olvido. Sus cabellos luminosos, que danzaban como cascadas de oro líquido y plata estelar, reflejando la armonía de las esferas, se opacaron, sus hilos grises se extendieron como la escarcha de la desesperación, quemados por la cercanía de la aniquilación, dejando una estela de dolor cósmico que era la prueba de su inmensa fatiga. Sus ojos, antes pozos de sabiduría estelar que reflejaban las constelaciones de Verma Purah, ahora mostraban un cansancio que iba más allá del cuerpo, arraigado en la misma fibra de su alma, un dolor antiguo que amenazaba con consumirla por completo, una carga de pena que era tan vasta como los universos. Pero su postura, aunque apenas perceptible en su debilitamiento, no vaciló; era un último bastión de amor inquebrantable, una negativa a ceder incluso en el umbral de la nada. Un murmullo inaudible, una promesa de su corazón, resonó en su esencia: "Kerv... siempre te encontraré... siempre." Era la voz de un amor que desafiaba la inexistencia, un voto eterno en la cara del olvido, un eco de la verdad que persistiría más allá de la disolución de todo. La fuerza de ese voto la ancló, una pequeña resistencia en el inmenso mar del no-ser.
Justo cuando la esfera de no-existencia, el cúmulo concentrado de la malevolencia de Kerv-sombra, se manifestó y se abalanzó, amenazando con impactar directamente en Alondra y devorarla por completo, una explosión de luz más brillante que mil soles la envolvió. Fue una emanación de pura voluntad, de amor sacrificial que desafiaba toda lógica cósmica, toda ley de la disolución. Alú, con una serenidad que trascendía la inminente catástrofe, una calma que parecía venir de un lugar anterior al tiempo, desde la matriz misma de la creación, se interpuso de forma instantánea y deliberada. Él no intentó detener el abismo que se cerraba; no había fuerza en el cosmos, ninguna ley de la física o de la metafísica, capaz de detener esa vorágine de la nada que se abría en ese instante. Alú se convirtió en su escudo, recibiendo el impacto directo de la esfera, uniendo sus esencias con la de Alondra en un destello cegador de pureza inmaculada. Él no permitiría que Alondra cayera sola en esa nada. Sus auras, el blanco resplandeciente de Alú mezclado con el azul primordial de su esencia y la luz dorada y plateada de Alondra, se entrelazaron en una danza final de unión antes de la disolución. Era un acto de amor supremo, una promesa silenciosa de que, si caían, lo harían juntos, sus esencias entrelazadas por la eternidad. La esencia de OLHW, el Mantra que lo es todo, pulsaba en cada filamento de su ser, un acto de auto-negación para la salvación del otro, un sacrificio que quemaba desde el interior, consumiéndolo pero a la vez purificándolo. La luz de Alú, aunque inmensa, no era estática; vibraba con un esfuerzo colosal, manteniendo la integridad de ambos ante el asalto de la inexistencia, cada pulso una afirmación de la vida frente a la aniquilación. La atmósfera se cargó de una tensión sagrada, una última resistencia contra el olvido, mientras la esfera de no-existencia los absorbía a ambos.