La Soledad de Nicolás
En las afueras de un pequeño pueblo, donde los árboles y la nieve formaban un mundo aislado, vivía Nicolás, un hombre de aspecto duro y mirada cansada, cuya vida había sido consumida por el tiempo y la soledad. Su cabaña, antigua y de madera oscura, se alzaba en la ladera de una colina, rodeada de árboles que parecían más sombras que vegetación. Esa misma soledad que a veces lo atormentaba era también su refugio. Él había aprendido a vivir con ella, a soportar sus silencios y, de alguna forma, a aceptar su frialdad, que coincidía con la de su propio corazón.
Habían pasado diez años desde que perdió a su esposa, Noelle, en una noche helada como esta. Desde entonces, había dejado de celebrar la Navidad, una festividad que solía llenar su cabaña de luces y risas, y que ahora era apenas un eco doloroso en su memoria. Todos los años, cuando el invierno llegaba, Nicolás apartaba cualquier recuerdo de aquellas noches en que solía decorar su hogar junto a ella, compartiendo historias junto al fuego, rodeados de la calidez del amor. Sin ella, cada rincón de la cabaña le recordaba el vacío que ahora lo acompañaba.
A pesar de las luces y canciones que inundaban el pueblo en esta época, Nicolás prefería ignorar cualquier indicio de la Navidad. Lejos de los villancicos y las decoraciones, pasaba las noches inmerso en el silencio, su única compañía era el crujir de la madera bajo sus pies o el sonido del viento contra las ventanas. Esa noche no fue diferente. Se sentó en su viejo sillón junto a la chimenea, observando el fuego mientras sus pensamientos vagaban por recuerdos lejanos, hasta que el cansancio se apoderó de él.
Aferrado a la rutina que había construido como una especie de escudo, el hombre se levantó, apagó la luz de su lámpara y caminó hacia su cama. El silencio fuera era absoluto, un silencio espeso y profundo que cubría el mundo con una capa de quietud helada. Miró por la ventana al notar cómo la nieve se acumulaba, formando suaves montículos que parecían amortiguar hasta el más leve sonido. Había algo solemne en esa paz que lo rodeaba, como si la noche misma respetara su aislamiento.
Con un suspiro, se metió bajo las mantas, decidido a dormir temprano. Al día siguiente, planeaba levantarse, hacer lo necesario para mantener la cabaña en orden, y evitar, una vez más, cualquier pensamiento de la festividad que el resto del mundo celebraba con tanto entusiasmo. Cerró los ojos para dejarse llevar por el peso del sueño, cuando, de repente, un golpe sordo lo sacó de su somnolencia.
Frunció el ceño, intentando convencerse de que lo había imaginado, pero ahí estaba de nuevo: un golpe, esta vez más fuerte, retumbando en la puerta. Nicolás se incorporó, con el corazón acelerado y una mezcla de sorpresa y molestia. Hacía años que nadie se acercaba a su cabaña, y mucho menos a esas horas. ¿Quién podría ser? ¿Quién se atrevería a perturbar su aislamiento en una noche como esta?
Lentamente, se levantó de la cama, notando cómo el frío parecía filtrarse aún más dentro de la cabaña. Los viejos tablones del suelo crujieron bajo su peso mientras se acercaba a la puerta. La incertidumbre lo invadía; no estaba acostumbrado a la visita de extraños, y menos en una noche de tormenta como esta. ¿Acaso se habría extraviado algún aldeano? ¿O quizá alguien en apuros buscaba refugio? Aunque el hombre había intentado endurecer su corazón, aún quedaba en él un remanente de compasión que se negaba a desaparecer del todo.
Otro golpe resonó en la puerta, esta vez un poco más insistente, como si quien estuviera fuera temiera que él no escuchara o que no fuera a responder. Nicolás, algo irritado, tomó la lámpara de aceite que había dejado sobre la mesa y la encendió, deseando iluminar el rostro del visitante inesperado y descubrir la razón de su intromisión en su solitaria noche de Nochebuena.
Sus dedos temblaban un poco mientras giraba el pestillo y abría la puerta unos centímetros. La luz de la lámpara apenas alcanzaba para iluminar el porche cubierto de nieve, y la oscuridad parecía tragarse cualquier intento de ver más allá. El hombre sintió una ráfaga de viento helado que hizo parpadear la llama y, al mismo tiempo, un escalofrío le recorrió la espalda.
Con el corazón latiendo más rápido de lo que había sentido en mucho tiempo, Nicolás entrecerró los ojos para esforzarse en distinguir alguna figura en la penumbra. Sin embargo, no alcanzaba a ver a nadie. Entonces, justo cuando estaba por cerrar la puerta y convencerse de que tal vez había sido el viento golpeando algún objeto contra la cabaña, escuchó un susurro suave, casi imperceptible, como si viniera de algún rincón de la noche.
“Por favor…” murmuró la voz, delicada y casi infantil, acompañada por el sonido de la nieve que crujía bajo unos pasos ligeros.
Nicolás respiró hondo y, tras una breve pausa, abrió la puerta un poco más, permitiendo que la fría noche invadiera el pequeño refugio de calor que había mantenido. No se veía nada, y a la vez, sentía que había algo en la atmósfera, una presencia que lo observaba con la misma intensidad con la que él intentaba descubrir su origen. El silencio se hizo más pesado, como si incluso el viento se hubiera detenido para no interrumpir el momento.
Confundido y cada vez más intrigado, el hombre salió un paso fuera de la cabaña, manteniendo la lámpara en alto. Allí, en medio de la nieve y la penumbra, el bosque parecía tan silencioso y expectante como él mismo, como si algo inusual estuviera a punto de suceder. Pero no se veía nada, solo la vasta extensión de nieve y el cielo oscuro salpicado de estrellas que parecían brillar con una intensidad casi sobrenatural.
—¿Hola? —llamó Nicolás, con su voz apenas en un susurro que se disolvió en la inmensidad de la noche. No hubo respuesta.
Después de un largo momento, resignado a no encontrar a nadie, comenzó a retroceder al sentirse tonto por haberse alarmado. Sin embargo, justo antes de dar el último paso hacia dentro, un destello llamó su atención. Algo pequeño y brillante estaba posado cerca de la puerta, como si alguien lo hubiera dejado allí deliberadamente. El hombre bajó la lámpara, se inclinó para observarlo mejor, y su corazón dio un vuelco al ver lo que era: un pequeño adorno en forma de estrella, similar al que Noelle, su esposa, solía colgar en el árbol cada Navidad.
Editado: 01.12.2024