El misterioso visitante de Nochebuena

Capítulo 2

El Niño en la Nieve

Nicolás aún sentía el peso del adorno en su mano mientras observaba la oscuridad fuera, preguntándose quién podría haberlo dejado. El viento helado le agitaba el cabello y la nieve comenzaba a acumularse sobre el umbral. Justo cuando estaba a punto de cerrar la puerta, un leve crujido llamó su atención: un pequeño bulto temblaba cerca del porche, apenas visible en la penumbra. Intrigado y algo inquieto, entrecerró los ojos y distinguió la silueta de un niño pequeño, acurrucado contra la pared, cubriéndose como podía del viento y el frío.

El niño alzó la mirada, revelando unos ojos grandes y oscuros que parecían brillar en la tenue luz de la lámpara del hombre. Estaba cubierto con un abrigo fino y raído, inapropiado para el intenso frío de esa noche. Nicolás sintió una punzada en el pecho al ver cómo el niño, aunque tiritaba, parecía calmado, como si el frío no le afectara tanto.

—¿Qué haces aquí, a estas horas y con este frío? —preguntó el hombre, con tono severo pero sin poder ocultar cierta preocupación.

—Me he perdido —respondió el niño con voz suave y temblorosa—. No tengo a dónde ir. ¿Podría quedarme aquí hasta que amanezca?

Nicolás dudó. Su vida de aislamiento lo había vuelto desconfiado de cualquier tipo de compañía, y menos de un desconocido en una noche de Navidad. Pero algo en la expresión del niño le recordó a alguien. Quizás era la calma en sus ojos, o esa ligera sonrisa que intentaba esbozar a pesar del frío.

Finalmente, suspiró y dio un paso atrás, dejando que el niño entrara en su cabaña. Cerró la puerta tras él, y una oleada de calidez inundó el pequeño espacio, mientras la chimenea ardía con intensidad. El niño, con un aire casi etéreo, caminó hacia el fuego, acercándose apenas lo suficiente para calentarse las manos. El hombre lo observó en silencio, intrigado por esa paz que emanaba de su pequeño visitante.

—Siéntate aquí, cerca del fuego —dijo el hombre, señalando un banquito de madera.

El niño obedeció, y Nicolás, tratando de hacer lo correcto, fue a la cocina y le sirvió un tazón de sopa caliente que había guardado de su cena. El niño lo aceptó con gratitud, pero lo que llamó la atención del hombre fue la manera en que el pequeño sostenía el cuenco: con manos frágiles, como si tuviera miedo de romperlo, pero a la vez con una delicadeza que no era común en los niños.

Mientras el niño comía, el hombre lo miraba detenidamente. Había algo en él que no encajaba, una tranquilidad inusual para alguien de su edad. Su piel era pálida, pero sus mejillas estaban enrojecidas por el frío. Su cabello, claro y suave, parecía casi brillar bajo la luz del fuego. Nicolás intentó disimular su curiosidad, mas no pudo evitar preguntarse de dónde venía, quién era y por qué había terminado en su puerta aquella noche.

—¿De dónde vienes? —quiso saber, con tono neutral, evitando sonar demasiado inquisitivo.

El niño hizo una pausa, dejando el cuenco sobre sus rodillas. Por un momento, miró el fuego como si sus llamas ocultaran algún secreto que él era capaz de ver.

—Vengo de un lugar donde la gente olvida muchas cosas importantes —respondió, casi en un susurro.

El hombre frunció el ceño, confundido.

—¿Y qué quieres decir con eso?

El niño alzó la vista, y en sus ojos el hombre percibió una profundidad que no había notado antes, una sabiduría casi inquietante. Aun así, el pequeño sonrió suavemente y le preguntó:

—¿Le gusta la Navidad, señor?

La pregunta tomó a Nicolás por sorpresa. Hacía años que evitaba pensar en la Navidad, desde que Noelle, su esposa, se había ido para siempre. ¿Navidad? Aquello que alguna vez había sido la época más especial del año ahora era solo un recordatorio de lo que había perdido. Bajó la mirada y negó con la cabeza, sin encontrar palabras para responder.

El niño, al notar su silencio, continuó hablando con voz suave:

—Hace mucho tiempo, había un hombre que solía amar la Navidad más que cualquier otra cosa. Cada año decoraba su hogar, cantaba canciones y se sentía feliz rodeado de su familia. Pero un día, alguien muy importante para él se fue, y el hombre se quedó solo. Desde entonces, dejó de decorar, dejó de cantar y dejó de sonreír en Navidad.

Nicolás sintió un escalofrío. ¿Cómo era posible que ese niño, un completo desconocido, conociera su historia tan bien? Sus manos, apoyadas en sus rodillas, temblaban ligeramente, pero intentó mantener la calma y continuar escuchando.

El niño observaba el fuego mientras hablaba, casi como si estuviera relatando un cuento que había escuchado muchas veces antes.

—El hombre pensaba que, al alejarse de la Navidad, podría protegerse de los recuerdos dolorosos, sin embargo, en el fondo, solo lograba encerrarse en una tristeza aún mayor. Olvidó lo que significaba la Navidad y todo lo que alguna vez lo hizo feliz.

Nicolás apretó los labios, mirando al niño con una mezcla de desconcierto y curiosidad. ¿Qué pretendía él al contar esa historia? Cada palabra resonaba con una precisión inquietante en su propia vida. Desde que Noelle había partido, la Navidad había perdido todo significado para él, y, no obstante, escuchar a ese niño relatar esa historia despertaba en él una mezcla de emociones que había intentado enterrar.

—¿Por qué me cuentas esto? —preguntó finalmente, con voz temblorosa.

El niño levantó la mirada, y el hombre notó en sus ojos una ternura sincera, como si supiera que sus palabras estaban alcanzando un lugar olvidado en su corazón.

—Porque a veces las personas necesitan recordar lo que dejaron atrás para volver a encontrar la alegría, señor —respondió el niño, con una sonrisa suave—. La Navidad no es solo un día, es un momento para recordar a quienes amamos y mantener su recuerdo vivo en nuestro corazón.

Nicolás sintió un nudo en la garganta. Las palabras del niño, aunque simples, contenían una sabiduría profunda que lo tocaba de un modo que no podía explicar. Miró al pequeño, tratando de encontrar una explicación racional, pero solo encontraba una calidez inexplicable en su presencia.




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