El misterioso visitante de Nochebuena

Capítulo 3

Una Historia Familiar

La noche avanzaba lentamente, y la cabaña, envuelta en el tenue resplandor de la chimenea, parecía estar suspendida en un tiempo indefinido. Nicolás y el niño, sentados frente al fuego, apenas se movían, inmersos en el silencio que ambos compartían. El niño observaba las llamas con atención, como si en ellas pudiera ver escenas y recuerdos invisibles para el hombre, quien, aún sorprendido por la presencia de su pequeño visitante, comenzaba a sentirse cada vez más inquieto.

Después de un rato, el niño volvió a hablar con voz suave resonando en el ambiente como una melodía familiar.

—El hombre de mi historia —dijo el niño, sin apartar la vista del fuego— alguna vez fue muy feliz, ¿sabe? Tenía una familia, alguien a quien amaba profundamente, y juntos vivieron muchas navidades hermosas. Pero la vida cambió, y esa persona que él amaba tanto... se fue. Y el hombre, roto por el dolor, se quedó solo, olvidando lo que significaba celebrar, olvidando lo que significaba vivir realmente.

Nicolás sintió una punzada en el pecho. Aquella historia parecía sacada de sus propios recuerdos, y aunque le incomodaba, no podía dejar de escuchar. El niño hablaba con una mezcla de inocencia y sabiduría que desarmaba cualquier intento del hombre de evadir el tema. En un intento de desviar sus pensamientos, el hombre se aclaró la garganta y miró al niño con cierta severidad.

—¿Y qué sucedió con ese hombre? —preguntó, tratando de ocultar su emoción tras una expresión neutra.

El niño hizo una pausa, como si sopesara cada palabra, y dijo:

—Bueno, él intentó seguir adelante, pero su corazón estaba demasiado herido. Decidió alejarse de todos, y con el tiempo, construyó muros alrededor de sí mismo, creyendo que así se protegería del dolor. Se olvidó de cómo era sentirse amado y recordar con alegría, y en lugar de eso, empezó a pensar que la soledad era su única amiga.

Nicolás apartó la mirada, inquieto. Años atrás, él había hecho exactamente lo mismo, refugiándose en la distancia, huyendo de cualquier recuerdo de su antigua vida. Con la pérdida de Noelle, la Navidad había perdido su sentido, y se había encerrado en un caparazón de amargura, creyendo que así evitaría sufrir más. Sin embargo, al escuchar al niño, el hombre sintió que aquella coraza comenzaba a agrietarse.

El pequeño lo miró de reojo, con una expresión tranquila pero curiosa, y en voz baja le hizo una pregunta:

—¿Alguna vez ha tenido usted una familia, señor?

El aludido sintió que el corazón se le oprimía. Llevaba tanto tiempo evitando hablar de su esposa que el mero pensamiento de recordarla en voz alta lo desbordaba. No obstante, algo en la sinceridad del niño lo empujó a responder, aunque fuera de manera indirecta.

—Hubo un tiempo en que... alguien fue importante para mí —dijo, con la voz áspera y tensa.

El niño asintió, como si entendiera, y Nicolás notó que no había juicio en su mirada, solo una compasión que le resultaba extrañamente familiar.

—¿Y qué sucedió con esa persona? —preguntó el niño, con esa curiosidad delicada que solo un niño podría tener.

El hombre tragó saliva, sintiendo que las palabras se le atascaban en la garganta. Durante años, había construido una barrera entre él y esos recuerdos, y ahora, en una simple conversación, aquella muralla parecía desmoronarse.

—Ella... ya no está —respondió en un susurro. Miró el fuego, perdido en los recuerdos de las Navidades pasadas, cuando su cabaña rebosaba de alegría y risas. Ahora, todo eso se había convertido en un eco doloroso, y la cabaña, una tumba para su amor perdido.

El niño observaba a Nicolás en silencio, como si comprendiera el peso de cada palabra no dicha. Después de unos momentos, retomó su relato, como si la historia no fuera una simple narración, sino una conversación entre los dos.

—El hombre de mi historia, al principio, pensaba que la Navidad le recordaba demasiado a la persona que había perdido —dijo el niño, con tono reflexivo—. Así que dejó de celebrarla, creyendo que eso le ayudaría a olvidarla. Pero, en realidad, cada vez que intentaba olvidar, el dolor crecía más. La Navidad, al final, no era el problema. Era que él no sabía cómo recordar sin sufrir.

Nicolás sintió que su incomodidad crecía. Cada palabra del niño se asemejaba a una llave que abría puertas en su corazón que él había mantenido selladas. La manera en que describía su dolor era tan precisa, tan exacta, que el hombre casi no podía soportarlo.

—¿Por qué me estás contando todo esto? —inquirió de manera abrupta, intentando ocultar su vulnerabilidad bajo una voz áspera.

El niño le sonrió con una suavidad desarmante.

—Porque a veces, para sanar, necesitamos recordar con amor, no con amargura —dijo, con una voz que sonaba a verdad—. Y, además, porque creo que todos merecen tener una Navidad feliz, incluso los que piensan que la han perdido.

Nicolás sintió que su corazón se estremecía. Llevaba tanto tiempo convencido de que el dolor era algo ineludible, algo que no podía apartar, y escuchar a ese niño hablar de amor y de recuerdos con esa serenidad le resultaba desconcertante. Por un momento, se sintió desnudo frente a él, como si el niño pudiera ver a través de sus recuerdos y desentrañar cada rincón de su tristeza.

Incapaz de resistir más esa sensación, el hombre se inclinó hacia adelante y, con una voz cargada de tensión, le hizo la pregunta que lo carcomía con una mezcla de desafío y miedo en su tono:

—¿Quién eres tú, realmente?

El niño lo miró a los ojos, y en su mirada Nicolás encontró algo casi etéreo, como si el pequeño poseyera una sabiduría y una calma que ningún niño debería tener. La pregunta quedó suspendida en el aire, mientras el niño lo observaba con una intensidad que le recordaba los momentos en que Noelle lo miraba con amor, intentando comprenderlo sin necesidad de palabras.

Después de unos segundos, el niño esbozó una leve sonrisa y, en lugar de responder directamente, dijo en voz baja:




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