El Visitante Misterioso
Nicolás observó al niño con intensidad, esperando una respuesta que pudiera dar sentido a su presencia. Pero el pequeño visitante no parecía apresurado en hablar; en cambio, lo miraba con aquella calma serena, como si esperara que el hombre entendiera algo más allá de las palabras.
El niño sonrió, y en esa sonrisa había algo profundo, un brillo que parecía contener una sabiduría antigua, como si llevara siglos contemplando las almas perdidas en el mundo. Nicolás intentó ignorar el escalofrío que le recorrió la espalda.
—¿Quién eres? —preguntó de nuevo, en un tono más suave, como si temiera asustarlo.
El niño ladeó la cabeza, con un aire de inocencia enigmática.
—Tal vez no importa tanto quién soy yo, sino lo que vine a recordarte, Nicolás —respondió, pronunciando su nombre con un tono que lo hizo estremecerse. El hombre no recordaba haberlo dicho, pero, inexplicablemente, le resultaba natural que el niño lo conociera.
El hombre se quedó en silencio, y el niño continuó hablando con esa voz tranquila que tenía la capacidad de calmar cualquier tormenta.
—Hay cosas que olvidamos porque el dolor es demasiado grande. Pero a veces, lo que olvidamos es justo lo que necesitamos para sanar. La Navidad no es solo una época para recordar a los que están con nosotros, sino también a aquellos que amamos y que ya no están. Sus risas, su amor... eso nunca se va, Nicolás.
Esas palabras desarmaron por completo al hombre. Sintió un nudo en la garganta y una presión en el pecho. Los recuerdos de Noelle lo inundaron con una fuerza avasalladora: sus manos cálidas, sus ojos risueños, la forma en que solía decorar la casa con luces y adornos de colores, y cómo le enseñó a encontrar belleza en cada pequeño detalle. El dolor de su pérdida, que siempre había intentado encerrar, ahora fluía con una intensidad que lo dejaba indefenso.
El niño observó al hombre con una mezcla de compasión y paciencia, como si entendiera la batalla interna que libraba. Nicolás se llevó una mano a la frente y cerró los ojos, tratando de contener el torbellino de emociones que lo invadía: el amor que había sentido por Noelle, el dolor por su partida, la vida que dejó atrás cuando decidió encerrarse en el olvido.
En un intento por recuperar el control, respiró hondo, mas la voz suave del niño rompió el silencio:
—Ella sigue contigo. En cada recuerdo, en cada momento de felicidad que compartieron, en cada risa y en cada lágrima. No necesitas olvidarla para dejar de sufrir; al contrario, el recuerdo de lo que fue hermoso puede ser la luz que te guíe en la oscuridad.
Nicolás abrió los ojos, sintiendo cómo sus defensas se desmoronaban poco a poco. Quería aferrarse a su soledad, a su aislamiento, pero las palabras del pequeño penetraban profundamente en su corazón, como una cura que, aunque dolorosa, sanaba las heridas que había intentado ignorar.
—¿Por qué tú? —murmuró el hombre, intentando encontrar una razón en todo aquello—. ¿Por qué vienes ahora, a recordarme todo esto?
El niño lo miró con una expresión serena, y con un tono de voz casi musical, respondió:
—A veces, cuando el dolor nos ciega, necesitamos un pequeño empujón, un recordatorio de que el amor es eterno, de que los que se han ido no desaparecen, sino que viven en nuestro recuerdo. Y, esta noche, es Navidad, una época en la que el amor se siente más cerca que nunca.
Nicolás, abrumado, sintió cómo las lágrimas escapaban de sus ojos, algo que no le ocurría desde que Noelle se fue. Durante años, había evitado cada festividad, cada símbolo que pudiera recordarles los buenos tiempos, convencido de que el olvido era su única salvación. Pero ahora, frente a este niño que le hablaba con palabras que resonaban como verdades, sentía que algo en él cambiaba, que un peso se aliviaba, y una paz levemente cálida se instalaba en su corazón.
Respiró profundamente y cerró los ojos, intentando asimilar todo lo que había escuchado. Cada palabra, cada mirada del niño, había abierto puertas que el hombre creía selladas para siempre. Y, por primera vez en mucho tiempo, permitió que esos recuerdos lo abrazaran, en lugar de huir de ellos.
Sin embargo, cuando volvió a abrir los ojos, la cabaña estaba en silencio. Miró alrededor, parpadeando con incredulidad. El niño había desaparecido. El banquito junto al fuego estaba vacío, y lo único que quedaba era un ligero rastro de nieve junto a la puerta entreabierta, como si el niño hubiera salido en silencio, deslizándose de vuelta a la oscuridad de la noche.
Nicolás se puso de pie rápidamente con el corazón latiendo con fuerza. Abrió la puerta y miró al exterior, buscando alguna señal, alguna huella en la nieve que le indicara hacia dónde había ido el niño. La nieve cubría el paisaje con un manto blanco, y el silencio de la noche lo envolvía todo. Ni una sola pisada marcaba el suelo, y el viento soplaba suavemente, removiendo copos de nieve en un remolino.
—¡Niño! —gritó mientras su voz se perdía en la inmensidad de la noche—. ¿Dónde estás?
El eco de su llamado fue la única respuesta que recibió. Nicolás dio un paso fuera de la cabaña con sus pies hundidos en la nieve, y miró en todas direcciones, intentando convencerse de que el niño no podía haber desaparecido de esa manera. Pero, al mismo tiempo, una extraña sensación de paz lo envolvía, como si todo aquello, más allá de cualquier lógica, hubiera sido un mensaje que solo él podía entender.
Se quedó de pie en la nieve, bajo el cielo estrellado, mirando a su alrededor sin encontrar ninguna pista. Poco a poco, la certeza de que estaba solo se asentó en su mente, y con ello, una calma que no había sentido en años. Lentamente, bajó la mirada y respiró hondo, sintiendo el aire frío llenar sus pulmones.
Regresó a la cabaña y cerró la puerta. Todo estaba en silencio, y el calor de la chimenea lo envolvía nuevamente, brindándole un consuelo que no podía explicar. Nicolás se sentó junto al fuego, recordando cada palabra del niño, cada emoción que había revivido.