El Mundo de Eterna: La Elegida ©

1: EILEEN

Eileen

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En una avenida a un costado de la plazuela del pueblo del Valle de las Piedras Quebradas, una muchacha en ropas de aldeana, bastante risueña avanzaba alegre entre la gente, llevaba un canasto entre sus dos manos mientras sonreía alegre al pensar en la sorpresa que le tenía esa noche a su querida abuela. Un delicioso pan de nata recién horneado por ella misma, no podía esperar a llegar a casa, pero primero debía visitar la botica.

Debía entregar unos frascos medicinales en la botica del pueblo, un negocio humilde construido de piedra en piedra a la orilla de la calle, en donde se vendían pócimas y medicina natural para curar casi cualquier mal; Lanefe su abuela, solía surtirla con tópicos y ungüentos herbales a menudo.

 Cuando la muchacha entró, fue un alivio para la señora dueña del lugar quien pudo verla a través de la vitrina en donde buscaba con desesperación frascos medicinales.

—¡Eileen! —La llamo la señora al reincorporarse para verla mejor—. Llegaste caída del cielo muchacha, estaba vuelta loca buscando más ungüentos.

—Buena tarde, señora Lean —saludo la jovencita con voz dulce, acercándose a la vitrina del mostrador—. Siento haber demorado, no pude venir antes.

Excusó mientras del canasto comenzó a sacar algunos frascos de vidrio, los cuales la mujer comenzó a revisar apartando los de su interés.

—Mi abuela Lanefe le manda todo esto.

—Lo cual agradezco pequeña ¿Me podrías traer más de estos? —Pregunto al mostrar un frasco de sábila. Utilizado para raspaduras o heridas—. Necesito unos quince más, para mañana.

—¡Oh! ―exclamo con sorpresa―. Es una buena cantidad, estarían para la tarde. ¿Le urge mucho?

—Si —La mujer guardó los frascos y saco un costalito de tela con algunas monedas para entregárselo a Eileen—. Unos hombres están heridos, no es grave hasta donde se ve… fueron atacados por pequeñas criaturas malvadas cuando trataron de cruzar los bosques prohibidos —susurro tan bajo como si temiera ser escuchada.

La jovencita se extrañó ante tal confesión, la mujer observó con cautela la puerta y agregó:

—Hay rumores que más allá de esos bosques se encuentran unas cavernas llenas de oro y de preciosas joyas como jamás se ha visto en la tierra. Pero nadie ha logrado llegar hasta allí, los que han ido regresan con males y otros jamás vuelven.

—¿Es por eso de los desaparecidos? —pregunto con curiosidad.

Pues hacia algunas semanas que se corría el rumor por el Valle de personas desaparecidas, quienes salían de sus hogares y no volvían a verlos, estaban siendo raptados por las criaturas del otro reino.

—Si —y volvió a susurrar—. Es la fiebre del oro, las criaturas malvadas de los bosques prohibidos deben custodiar muy bien su tesoro.

—Se escucha como los duendes cuidando sus ollas de oro.

—¿No crees en el tesoro verdad?

—No creo en lo que no veo —añadió, aunque en el fondo tenía curiosidad—. Usted… ¿Vio a esos hombres?

—Varios, algunos alucinaban y decían incoherencias, sus pieles tienen marcas de rasguños por todo el cuerpo. En esas tierras existen seres malvados.

Eileen permaneció en silencio, se sabía que los humanos no podían ir a esos bosques como también que dichos lugares eran imposibles de cruzar, se decía que había maldiciones ahí para quien entraba. No tenía caso que teniendo esas advertencias los hombres hubieran ido hasta esos bosques.

—Nadie sabe en realidad ―dijo sin mostrar más interés—. Bueno señora Lean, me tengo que ir. Mañana tendrá su pedido. Muchas gracias por su compra.

—Ve con cuidado, pequeña. Presenta saludos a tu abuela Lanefe de mi parte.

—Así lo haré, gracias.

Eileen asintió amablemente y se retiró de la botica bastante pensativa. Las desapariciones de la gente eran un misterio, todo era un «dicen» y al final nadie a ciencia cierta sabía lo que sucedía. Aunque no se podía negar que la población como en otros lados la gente tomaba sus medidas, y su abuela le había pedido no creer en las habladurías.

En ese instante el aroma del acero le hizo volver de sus pensamientos, era un olor desagradable, por lo cual se tuvo que cubrir la nariz con la mano. Ese olor venía de la casa del herrero, eso le recordó que debía conseguir las cinco monedas de oro que este le pedía para la elaboración de dos nuevas espadas.




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