El Mundo de Eterna: La Elegida ©

4: DULCES

Dulces

4

 

Cuando Eileen salió de la casa de pan, pasaba más de medio día, había pedido permiso a la señora Maire para salir temprano, ansiaba volver a casa para el paseo con el elfo. Además deseaba mostrarle todo el pueblo y disfrutar de su compañía. Por lo que volvió casi que corriendo.

En tanto Tolfian estuvo ayudando a Lanefe a recolectar tallos, hojas y plantas para sus medicinas. Mientras la elfa le compartía algunas vivencias en tierras humanas, a pesar de ello, pregunto más sobre Eterna. Pues el asunto de las desapariciones de elfos y humanos parecía ser un mismo problema, aún fueran distintos reinos.

Tolfian fue el primero en darse cuenta que Eileen había llegado, la visualizo en la distancia; la joven irradiaba felicidad. Lanefe sonrió cuando se percató a quien observaba el elfo.

—¡Volví! —anunció Eileen moviendo el brazo en alto a cierta distancia del elfo y la anciana.

—Esa niña —Lanefe movió la cabeza. Su nieta no ocultaba la felicidad que le causaba el elfo.

—Abuela ¿No me digas que has tenido a Tolfian toda la mañana ayudándote?

—Esta anciana necesitaba ayuda y tu amigo no se negó —comentó como cual viejecilla traviesa.

—¿Cómo te ha ido Eileen? —Pregunto Tolfian al verla de pie frente a él.

—¡Fabuloso! Adivina que te traje.

Tolfian sólo enarco la ceja ante la joven. No sabía que traía y tampoco porque debería.

—Lo hice especialmente para ti —Eileen saco un pequeño bulto cubierto en una tela bordada.

El elfo se limitó a recibir en sus manos el presente de la joven humana. No sabía que decir, o cómo actuar ante los detalles de Eileen para con él. No se esperaba ese presente, nunca antes había recibido ningún regalo. El aroma que percibió le hizo saber de qué se trataba.

—Es un panque y no es porque yo lo hice, pero esta delicioso.

—Gracias —atino a decir.

—Voy a dejar la canasta y nos vamos —Eileen no espero a que Tolfian o su abuela dijeran algo, salió rápido en dirección de la choza a un par de metros de ahí.

Por lo tanto, fue Tolfian quien le ayudó a Lanefe a sostener su canasta de plantas y ayudarle a ir dentro de la casa. En donde dejo el presente de Eileen, debía ir por su capa y sus armas, era mejor llevarlas, aún solo fuera un paseo. Se dirigió al dormitorio de Eileen y se colocó la funda y espada a su costado, ato su cabello en una coleta por la nuca y luego se colocó su capa para cubrir su identidad.

Eileen por su parte, volvió a peinar su cabello y tomó algunas monedas de sus ahorros, las cuales metió en su faltriquera atada a su cintura. Se miró una vez más en su pequeño espejo y salió tan rápido como pudo encontrando a Tolfian de pie cerca de la puerta, aquello le causó nerviosismo.

—Vayan con cuidado —les dijo la anciana—. Y no vuelvan tarde.

—Cuídate, abuela Lanefe —Eileen se acercó y luego de su habitual beso, salió junto al elfo de la choza.

Tolfian siguió los pasos de Eileen a su lado, admitía tener curiosidad ir a conocer un pueblo de humanos, sólo esperaba encontrar pistas a su investigación principal. A pesar de eso disfrutaría del paseo, la compañía de la humana le era grata, ella tenía algo especial y no era su don, era algo más; tal vez la forma de tratarlo. En Eterna todos lo trataban con el debido respeto, cuidando la forma de dirigirse a un príncipe como él. Sólo esperaba que cuando Eileen se enterara quien era el realmente, no cambiara nada entre ellos.

Al adentrarse en el pueblo, Tolfian noto las miradas curiosas sobre él, pocos habitantes llevaban capucha. Por lo cual se mantenía atento a todo lo que sus ojos y oídos podían permitirle ver como escuchar, se encontraba fuera de su territorio; no tenía miedo alguno, más debía estar consciente de su raza elfica. Por otro lado le estaba resultando agradable caminar como cualquier otra persona por las calles de un pueblo humano, uno que era muy bonito, su gente no parecía actuar de forma sospechosa, todo parecía en armonía.

El Valle de las Piedras Quebradas colinda con el noreste al bosque prohibido, cubierto en su mayoría por grandes montañas y bosques repletos de oyameles, robles y encinos, era un valle dotado de belleza. Sus habitantes en su mayoría, eran campesinos dedicados a la siembra de sus tierras, productores de semillas, frutos, alfareros de barro, los mejores panaderos y herreros.

Este valle no carecía de suministros, era rico en su propia producción, sus construcciones de vivienda de piedra labrada y madera, dejaba ver tanto las comodidades de algunos, como la modestia de otros. No vivían en la opulencia ni en la miseria, solo había humildad entre sus habitantes. Sus caminos céntricos eran de alabastro, por donde podían fácilmente transitar desde caballos hasta carretas, además de las personas por supuesto. Sus mercados eran extensos en sus principales calles, y la mercancía que allí se vendía, era sumamente exótica y tenía toda clase de procedencias. En pocas palabras no tenían que envidiar nada a la misma capital del reino de Numantia, que llevaba el mismo nombre de toda la nación.




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