El mundo después de Máreda

Capítulo dos

Blake

 

En menos de una semana todo en mi hogar había regresado a la normalidad. Las diferencias con mi padre quedaron saldadas sin necesidad de acudir a la palabra. La mayoría de nuestros problemas se resolvían con una espada de por medio, y este caso no fue la excepción.

Me asombré cuando Camil se unió a mis entrenamientos. Fue algunos días después de la inesperada visita de Carl Becher. La mañana estaba más fría de lo habitual, y con la excusa de acercarme una infusión que enviaba mi madre, mi padre permaneció algunos instantes observando los nuevos movimientos que estaba poniendo en práctica.

 Fue entonces cuando Camil sonrió con orgullo y tomó su propia espada, una pieza que él mismo había forjado hace tiempo. Recuerdo nuestro combate con especial cariño, ya que estuve más cerca que nunca de vencerlo. Sabía que el día que lograra sobrepasar a mi padre me ubicaría en el puesto más alto de los esgrimidores de todo Máreda, haciendo que mi apellido merezca  el orgullo de ganarse la mención de honor por tercera generación consecutiva.

A menudo soñaba con formar parte de una compañía de esgrima. Deseaba entregarme de lleno a la protección de todos en la región.  Mis amigos muchas veces me habían insistido para que me alistara en la marca, pero por una u otra razón, siempre lo posponía. Lo cierto es que a pesar de los elogios del resto, yo había dejado de confiar en mis habilidades.

Nadie más lo sabía, pero en una ocasión, cuando los Bravíos estuvieron de paso por Máreda, me acerqué hasta a su campamento y pedí autorización para realizar la prueba de selección. Los sujetos accedieron con socarronería, y entonces realicé una demostración que a mi parecer había sido más que satisfactoria.

Cuando terminé, el líder de la marca me dijo que lo único que había logrado era hacerles perder el tiempo. Me comentó con rudeza que no poseía talento para afrontar un compromiso que era de vital importancia, y que mi único logro en la vida, probablemente había sido alejar a mi padre de la formación.

         Aquel día mi padre llegó tarde de su jornada de pesca, y con una sonrisa que revelaba cansancio me preguntó qué tal había estado el entrenamiento de la tarde. Le contesté que había decidido alejarme de las prácticas por un tiempo, y al día siguiente ambos nos dirigimos al muelle Ruther. Desde ese entonces compartimos una labor en común, y también una pasión que tuvo que ser demorada.

 

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Algunos días más tarde la trivialidad de los días se vio socavada por un suceso que se asimilaba más a una pesadilla que a la realidad. Ana Alfarin, la abuela de Pol, llamó a mi padre a gritos diciendo que algo malo sucedía con su nieto. A falta de respuestas a los llamados para el desayuno, la anciana subió desesperada a la habitación de Pol. Allí encontró al joven tiritando a causa de la fiebre, con el pulso tan débil que era un milagro que todavía no hubiese sufrido un colapso.

Mi padre me ordenó que permaneciera en la habitación, pero lo desobedecí como tantas otras veces. Camil tomó su abrigo y salió disparado en busca de un curandero. La tormenta de nieve había comenzado por la mañana y era realmente atroz. Mi madre no pudo hacer nada para evitar que la siga a la vivienda de la calle de enfrente. No sé cómo ni por qué, pero los dos sabíamos que la vida de Pol pendía de un hilo.

Una vez en la cabaña de los Alfarin, mi madre preparó varias compresas y subió a toda prisa a la habitación de Pol. La señora Alfarin caminaba intranquila por toda la sala mientras imploraba a Glindor por la salud de su nieto. Verla en aquel estado me devastó por completo. Cuando mi madre bajó las escaleras, un cuarto de hora después, su gesto desesperanzador hizo que se me congelara la sangre. Laia se acercó a la anciana, y en cuanto la abrazó, esta dio rienda suelta a un llanto desgarrador.

—No hay mucho que podamos hacer —explicó mi madre—. Pol contrajo la peste blanca.

La vida pasó en perspectiva por delante de mis ojos. Sabía lo que aquello significaba. Aquella enfermedad había liquidado en el pasado a muchos de los Humanos recién llegados. No existía cura. Se desconocía el origen de tan caprichoso mal, pero según se creía estaba asociado al frío en exceso. En la actualidad morían pocas personas a causa de ello. Mayormente se trataba de adultos entrados en edad o de viajeros. Hacía varias décadas que esta terrible enfermedad no se cobraba una vida tan joven.

De un instante a otro la rabia se extendió por todo mi cuerpo. Temí no poder controlar el estallido que se originó en mi mente. Quería destrozar todo lo que se encontraba a mí alrededor. Deseaba con el alma desafiar a ese dios llamado Glindor por habernos dejado varados, por no apiadarse de nosotros ni una sola vez en toda su existencia. El dios de la compasión, le decían algunos; el dios de la infinita bondad, lo llamaban otros… Las fábulas no eran más que una mentira. Quería deshacerme de todos esos libros que alababan figuras inexistentes.

Y en definitiva, aquel día que la injusticia me tocó de cerca, me convencí de que los dioses no son más que antiguas leyendas. ¿Por qué le estaba sucediendo esto a mi mejor amigo? Pol era uno de los sujetos más buenos y sanos que conocía. No podía permitir que se fuera para siempre. No iba a comprenderlo nunca si me dejaba. Simplemente no iba a dejarlo morir.

 Subí las escaleras en medio de un arrebato de nervios y me acerqué al lecho donde reposaba mi mejor amigo. Pol lucía tan frágil como una hoja en otoño. Su aspecto fantasmal me indicaba que  la muerte ya reclamaba su cuerpo. Apreté su mano y le supliqué sollozando que aguarde la llegada del curandero. Le dije que nunca encontraría un hermano como él. Le dije que si él se marchaba, toda la magia del mundo dejaría de tener sentido para siempre.




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