Blake
— ¿Blake Hermanssen? —preguntó un guardia desde un hueco que había en la puerta.
Mis amigos me observaron expectantes. Me limité a levantar la cabeza y fulminé con la mirada al sujeto que había mencionado mi nombre. Al no moverme de mi sitio, otro guardia ingresó a la celda y me sujetó del brazo con fuerza, arrastrándome.
—Vamos niño —farfulló—. Es de mala educación hacer esperar al Rey.
— ¿Qué harán con él? —gritó Pol hecho una furia y le hizo frente al guardia, pero este lo ignoró, como si no existiera. Lo corrió con tanta facilidad como si se tratara de un saco de plumas, y después de cerrar la puerta echó nuevamente el pestillo.
Arrastré las pisadas por el suelo de roca lisa, intentando observar a través de los enormes ventanales, pero estos se encontraban lo suficientemente altos como para permitirme obtener un panorama más claro de la tierra que nos tenía como prisioneros. Ninguno de nosotros sabía dónde nos encontrábamos, aunque a decir verdad, era fácil suponerlo.
Una única abertura diminuta cerca del techo ventilaba el aire de la pequeña habitación de piedra donde ahora mismo se encontraban mis amigos. Cuando Pol me alzó sobre sus hombros horas antes, descubrí que nos encontrábamos en lo alto de una torre. Desde allí pude observar un grupo de montañas blancas que se encontraban lo bastante cercanas, y un poco más allá, se elevaba una imponente e infinita columna de neblina fronteriza.
Estar lejos de casa me provocaba una amarga sensación. Máreda se había convertido en un mito. No importaba cuán real era en mi mente… sentía que el pasado se borraba conforme pasaba el tiempo. Las distancias se multiplicaban, y visto desde allí, las chances de regresar a nuestro hogar se volvían nulas. Un nudo me apretó la garganta y una lágrima sigilosa se deslizó por mi mejilla cuando pensé en todo lo que había dejado atrás.
Bajamos muchos pisos en silencio. Alguna que otra vez escuché a los guardias intercambiar frases cortas en una lengua que me resultaba desconocida. Agudicé el oído, pero no fui capaz de descifrar ningún mensaje oculto. Lo único que pude percibir fue la preocupación y la incertidumbre en el tono de voz de los sujetos que se esforzaban por aparentar ser indestructibles.
Perdí la cuenta después de contar ciento ochenta escalones. Las escaleras de piedra se me hicieron interminables al cabo de un tiempo. Me sentía débil, y por esa razón, los mareos se volvieron frecuentes. Cuando nos pasaron alimentos por debajo de puerta, temprano en la mañana, la desconfianza apenas nos permitió tocar bocado. No recordaba cuál había sido la última comida en el bosque. Quizás llevaba tres o cuatro días alimentándome mal. Era difícil pensar con claridad.
El sol se filtraba por las diminutas rendijas dando al entorno un aspecto sombrío. La corriente gélida que se filtraba por los ventanales entorpecía mis extremidades ya sofocadas. Mi atuendo estaba roto y ensangrentado, y las heridas de mi cuerpo apenas habían comenzado a cicatrizar.
—Abrígate —me ordenó uno de los guardias y me arrojó un enorme y pesado saco de piel.
— ¿Qué pasará con mis amigos? —mi voz sonó como un hilo apenas audible.
—No son ellos quienes interesan al Rey —el otro guardia me lanzó un par de botas de cuero, que a juzgar por su tamaño, parecían hechas para el pie de un gigante. No objeté nada y me las coloqué enseguida. El guardia sonó impasible cuando agregó—: Permanecerán en la torre. Nadie ha escapado jamás de nuestra vigilancia, si eso te deja más tranquilo.
Atravesamos algunos pasillos más y descendimos escalones de roca negra cada vez más pronunciados. El frío se intensificaba a cada paso y agradecí haberme puesto aquel cálido ropaje. Mis pies se arrastraron dentro de las enormes botas hasta que llegamos a una enorme puerta de roble que estaba custodiada por hombres cuya armadura los cubría de pies a cabeza.
El ropaje de los sujetos que me acompañaban se distinguía visiblemente del resto de los guardias que había visto en la torre. Estos eran los únicos que tenían el rostro al descubierto y sus atuendos eran mucho más elegantes. Supuse que tenían un rango más elevado que el de un simple centinela, y lo confirmé cuando, llegados a la puerta, impartieron unas cuantas ordenes en lo que parecía ser su idioma natal.
La enorme puerta se abrió. El murmullo de los guardias se apagó al mismo tiempo que experimentaba una extraña sensación en el pecho. La luz blanquecina y hermosa del exterior me cegó por completo. Hice un enorme esfuerzo por entreabrir los ojos, para recuperar más rápido la visión, y fue entonces cuando el asombro me cortó la respiración.
Todo se cubría de nieve, desde las elevadas coníferas hasta las montañas cuyos picos puntiagudos parecían rasgar el cielo. El paisaje era monótono, pero escondía tanto encanto y misterio que su belleza se resaltaba aún más, superando los límites que en un mundo convencional como el mío parecían imposibles, o salidos de un sueño.
Me esforcé en seguir el ritmo de los guardias. Me sentía a gusto a pesar de que la nieve me llegaba a la rodilla. Nunca antes un abrigo me había aislado tan bien del frío. En el interior mi cuerpo se conservada perfectamente seco y caliente, y gracias a eso, podía enfocar toda mi atención en el paisaje que iba describiendo el sendero por el que transitábamos.