El naufragio de una nota musical

Prólogo

Era una mañana de invierno. Ellos no lo sabían pues en su mundo el paso de las estaciones siempre había sucedido de un modo distinto, pero para el anciano St. Clair era más que un hecho. «Están sacudiendo el planeta». Era lo que siempre pensaba cada vez que se acercaba a la ventana y observaba detenidamente como aquel polvo blanco descendía hasta acumularse en su alféizar. Pero era un detalle que poco tenía en cuenta, porque sin importar las condiciones del clima, el cartel que anunciaba un ABIERTO con la caligrafía inclinada de su sobrina, siempre estaba en exposición detrás del amplio cristal.

Habían pasado treinta años desde que había abierto sus puertas por primera vez, y con más de medio siglo a su espalda era incapaz de encontrar algo que amase más que aquella juguetería —un comentario que era mejor evitar delante de su gato, el Señor Tinieblas.

El lugar no ocupaba más que el tamaño de dos habitaciones promedio juntas, no se podría describir como estrecha y aún así era difícil darse paso entre tantos estantes y colecciones de objetos de diferentes formas, tamaños y colores. No había pedido que aquel hombre no pudiese cumplir.

Sin embargo, todo creador tiene sus obras favoritas. Aquellas de las que eran imposibles desprenderse sin importar cuánto ofrecieran por ellas. St. Clair solía pensar que quizás en otra época de necesidad nunca se hubiese negado al millar de ofertas que había recibido a lo largo de los años desde que hizo la primera exposición, pero a día de hoy había perdido la cuenta de todas las disculpas que había tenido que ofrecer a cambio.

Para ojos de cualquier extraño, incluso para el más experto no eran más que piezas de ferretería. Decoraciones de salones de otras décadas. Para él eran la única perfección que había conseguido con sus callosas manos. Con algunos años de diferencia entre sí, los objetos se hallaban en la estantería detrás del escritorio en el que recibía a los clientes.

Eran cuatro.

Una caja musical que lucía una hermosa bailarina.

Un pirata junto al naufragio de su barco.

Un ángel de alas rotas.

Y un mago que vestía una túnica de un azul demasiado intenso como para diferenciarlo del negro, mientras sostenía un cetro que terminaba en la madera debajo de sus pies.

¿Qué los hacía tan especial? Ni siquiera él lo sabía, pero lo que era más importante aún: lo sentía. Sentía que cada uno de aquellos objetos que no habían sido creados con la intención de ser juguetes eran únicos. Y vaya que tenía razón.

Cuando el reloj del ruiseñor que colgaba de la pared marcó las doce del mediodía, el anciano se levantó, volviendo el cartel hacia el lado contrario que indicaba que la tienda había cerrado. Con una hora de interrupción para almorzar, sus horarios iban de las ocho de la mañana hasta la cinco de la tarde. Abandonó el lugar aún cuando el ave continuaba su canto.

Quizás llegó la hora de decir que todos los juguetes se movieron a la vista de nadie, pero no fue así. Cada una de aquellas piezas nunca se habían movido ni un milímetro de dónde siempre habían sido colocadas. No existía la necesidad de irrumpir en un mundo sin magia porque tenían el suyo propio.

Un mundo sin límites, donde nunca habían sido objetos expuestos. Tampoco estaban hechos de metal, madera, porcelana o cualquier otro material más que la propia capa de piel humana que de alguna forma ninguno era.

Y para llegar a este mundo sólo había que hacer una sola cosa: atravesar las puertas que ocultaban al ruiseñor en aquel antiguo reloj de madera que colgaba de la pared.



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En el texto hay: drama, magia, novelajuenil

Editado: 24.09.2025

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