La lluvia era de lágrimas.
Quizás no debía saberlo. Su madre le prohibía salir de su habitación siempre que había un cambio en el clima.
«Podrías enfermar». Decía.
«Si algo te sucede, ¿cómo bailarás mañana?» Decía.
Pero hoy cuando había notado las nubes grices en cielo no pudo evitarlo. Recogió su largo cabello del color de la obsidiana y envolvió su rostro en una fina sábana. Cambiando su terso vestido por ropas maltrechas que había encontrado tiradas en el pueblo la semana pasada; al verlas había sabido que iba a necesitarlas pronto.
Fue fácil mezclarse con los sirvientes y salir de la villa.
Fue fácil llegar hasta el corazón del bosque que pocas veces había visitado.
Demasiado fácil, si debía de ser sincera.
Se encontraba en un claro, donde los árboles a su alrededor parecían haber dado un paso atrás para cederle su espacio, como si ellos también quisieran verla bailar. En aquel pequeño terreno el sol siempre incidía con rayos directos, y luego era sustituido por la luna, parecía que ninguno rotaba y quién sabía si había alguna verdad detrás de ese detalle.
Alzó la mirada al cielo y fue cuando la primera gota cayó sobre sus labios resecos. Se saboreó con la lengua y sonrió con el afán de quien hace un gran descubrimiento. «Es salada» —pensó—, y fue como supo que aquella vez eran lágrimas las que llovían. Conocía demasiado bien ese sabor de sí misma como para no reconocerlo.
En Velthara cada lluvia era de un sabor diferente, aunque a la vista no dejaba de ser agua.
La última vez había sido de miel. Ella lo recordaba porque había sacado la mano por una de las ventanas de su habitación antes de lamer sus dedos. Fue cuando se dio cuenta de que no se conformaba con solo mirar y empaparse la mano. Quería sentir el sabor en su rostro, sobre sus labios y todo su cuerpo.
Sin darse cuenta la primera gota se había convertido en un torrencial, una cortina que la envolvía y por la que ella se dejaba abrazar. Una risa escapó de su boca, y luego otra y otra. Eran sonidos gráciles que escalaban por su garganta y quedaban ahogados por la lluvia cuando salían al exterior.
Casi inconscientemente su cuerpo se comenzó a balancear, de un lado a otro. Luego fueron sus piernas, sus brazos y su cabeza. Sus movimientos eran tan ligeros como plumas, como echarlas a volar y verlas caer al compás de alguna melodía silenciosa. Y tal vez era eso lo mejor.
No la escuchaba. No podía escuchar esas notas que la habían perseguido desde que tenía memoria alguna. Esta vez eran solo ella y la lluvia. Volvía a sentirse como alguna vez fue al principio. Lástima que la magia tuvo que deshacerse.
De espaldas al camino por el que había llegado y con los ojos cerrados, seguía danzando, como si estuviese recibiendo cada una de las gotas, absorbiéndolas con su cuerpo.
—¡Brielle!
Una voz. Un nombre. Era lo único que se necesitaba para que todo a su alrededor se silenciara, o como ella lo había sentido: dejara de ser sonido para convertirse en ruido.
Se detuvo en seco, antes no la había notado, pero ahora temía voltearse porque sabía con quién iba a encontrarse. Se volvió capaz de sentir el frío que antes no había estado o que había ignorado con el incendio de su corazón. La voz no dijo más y supo que era porque estaba esperando reacción alguna de su parte.
No tenía escapatoria. En tan solo un segundo el bosque se le hizo más lúgubre de lo que alguna vez le pareció. Como si necesitase retrasarlo, se dio la vuelta con lentitud. La expresión de su madre se crispó.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó la mujer con tono de reprimenda.
Y pese a que su mente había comenzado a imaginar todos los castigos a los que podría ser sometida, solo pudo pensar en una pregunta: ¿Cómo me encontraste?
Fue cuando sus orbes dejaron de mirar los de su madre para fijarse en su hombro. El pequeño roedor parecía sonreírle con sorna. No necesitó ninguna otra explicación. Brielle tenía deseos de tomarlo entre ambas manos y lanzarlo al fondo de El Pozo Congelado.
Presionó los labios en una fina línea antes de volverse a enfrentar a su madre. La mujer sostenía un paraguas que apenas parecía poder evitar la intensidad de la lluvia. La chica aún dudaba de lo que debía hacer, pero terminó por bajar la cabeza, con la mirada sobre sus zapatillas.
—Lo siento.
Fue lo único que se le ocurrió decir aunque no fuese verdad. No lo sentía porque se llevaba el sabor de la lluvia en la piel, además, muy en el fondo deseaba que le provocara algo que le impidiese bailar mañana.
Escuchó un: «Muchacha insolente» por parte de su madre mientras se acercaba a ella. La mujer la cubrió, intentando que no le cayese una gota más, como si el mal no estuviese hecho. Las ropas desgastadas que había encontrado se pegaban a su cuerpo como una segunda piel.
No debió de haber pasado demasiado hasta que regresaron a la villa, pero para cuando lo hicieron la lluvia ya había cesado.
Brielle corrió escaleras arriba, encerrándose en su habitación. Su madre le había dedicado otras palabras de las que había preferido hacer oídos sordos. Se detuvo frente al espejo y a pesar de todo lo que había sucedido, sonrió.
Vivían en una zona alejada del pueblo principal debido a las tierras que formaban parte de sus propiedades. La chica de cabello como la obsidiana no sabía por qué, pero desde que tenía uso de conciencia debía de bailar cada día a la misma hora dada, al ritmo de la misma melodía y repitiendo los mismos movimientos desde hacía más de quince años.
Su escenario era una pequeña área circular de madera de ébano, con tallados de diseños que colidaban entre sí. Líneas y grabados que formaban todo tipo de formas. Desde copos de nieve, a flores y nervaduras de hojas otoñales. Y sin importar que tan variado fuese, encajaban con una perfección única.
A un costado, sobresalía una llave con la silueta de un corazón rodeado de zarzas de un tamaño vasto, como si se tratase de una enorme caja musical. La diferencia era que nadie tenía que darle la vuelta. A la misma hora de siempre esta iniciaba su melodía, y como una muñeca de cuerda Brielle tenía que estar allí, preparada para iniciar su danza.