Se criaron los tres en la calle como familia. Juntos reían, se abrazaban, bailaban en la lluvia, espantaban a las aves, maullaban a los gatos y jugaban a las carreras con los perros. Andaban descalzos, con ropas y rostros sucios; sonreían incluso en días de hambre o llanto. Soñaban con un hogar, prometiendo vivir y cenar juntos.
Él era el más chico, ellos lo protegían. Lo abrazaban, si hacía frío; lo hacían reír, si tenía miedo; lo alimentaban, incluso dejando de comer. Era amor sincero, amaban verlo feliz. Lo cuidaban, porque querían ser, aquello que nunca tendrían: un hogar y una familia.
Pero la suerte los abandonó. Un día, el mayor salió en busca de medicina y comida para el joven del medio; quien estaba enfermo desde hacía días tras jugar en la lluvia. Jamás volvió.
Quedaron solos y los esfuerzos no importaron; nadie vino en su ayuda, sus únicas compañías, fueron las aves, los gatos y los perros que solían jugar con ellos. El joven convaleciente, a sabiendas de su destino, le entregó un paraguas que había rescatado hacía algunos días y dijo -Debes buscar un nuevo hogar… no debes enfermar ¡No llores! Al irme, me volveré una estrella y podrás pedirme un deseo. Yo lo cumpliré.
El chico falleció a la noche siguiente y el más pequeño, marchó por las calles bajo la lluvia, resguardado por un paraguas que goteaba. El gesto de protección llegó tarde, la enfermedad ya lo había alcanzado.
Semanas después, en una esquina de algún callejón, resguardado bajo su paraguas y acompañado por las aves, los perros y los gatos; el más joven elevó su mirada al cielo con su respiración exhausta, y tal como lo había prometido su amigo, ahora este era una estrella. Y con su último aliento, deseó desvanecer el dolor propio y ajeno.
Su deseo se cumplió, sus ojos se cerraron y al abrirse, era un espíritu noble que jugaba en las calles con los animales, acudiendo ocasionalmente a los desafortunados.