Los continuos relámpagos hacían brillar las maderas, negras y carcomidas, que sobresalían medio metro de la negra arena en dos filas enfrentadas. Miguel avanzó y el agua mojó sus zapatos. Se los quito y los tomo con la mano derecha, el izquierdo con el dedo índice hundido en el empeine y el derecho con el dedo medio. Iba a seguir avanzando cuando tropezó con algo y cayó. Llegó a poner las manos adelante, evitando que su frente chocara contra una madera que surgía de las cuadernas y se extendía hasta donde él había caído. Después buscó los zapatos, los encontró gracias al inesperado asomo de la luna, y se adentró en el agua hasta alcanzar la primera cuaderna.
Agachado tocó la madera, pasando suavemente la mano por la superficie áspera y teniendo cuidado de no pincharse con un clavo largo, forjado a mano. Una ola rompió cerca y el agua salpicó sus manos y le llegó hasta los tobillos. Se limpió las astillas de la palma de la mano y retrocedió para buscar un ángulo que le permitiera ver con claridad el conjunto.
Se preguntaba cuánto tenía de alto el casco de aquella embarcación, cuánto había enterrado ahí abajo, cuando empezó a llover. Los zapatos se mojaban en sus manos. Dejó caer a uno cuando vio una aguda forma negra que emergía del agua cerca de lo que debía ser la popa y lo levantó sin dejar de mirar hacia delante.
Era otro mástil del bergantín, creyó que eso era la embarcación, que surgía oblicuo al agua y apuntaba hacia él. De la punta colgaba algo que brillaba hasta en la penumbra. Avanzó a través de las cuadernas, como si éstas fueran los canteros de un jardín y marcaran el sendero que concluía en la punta sobresaliente del enterrado mástil, donde refulgía algo dorado. Chapoteaba mientras avanzaba, ya que el agua le llegaba hasta los tobillos. Vio que un estuche estaba encadenado al mástil, que llegaba hasta sus hombros, y tuvo que agacharse un poco para mirarlo mejor.
Los dos unicornios grabados en el estuche se enfrentaban en un salto.