CAPÍTULO 2
CAPITULO 2: MUDANZA + IAN
Samantha
Un año después...
Después de todo lo que había vivido, el nuevo lugar le parecía un lujo... aunque no del todo desconocido. En otra vida, cuando era solo una niña y todo le era dado sin esfuerzo, había estado acostumbrada a ser privilegiada: espacios amplios, baño privado, luz estable, agua caliente, profesora particular… y todo lo que quisiera la consentida de los Rivers.
Pero todo eso había quedado atrás.
Cuando huyeron a la cabaña —Sam y Eli—, aun así, tuvo una vida cómoda… pero cuando la austeridad llego a la cabaña que compartía con Dan, pudo sopórtalo porque se tenían el uno al otro.
Fue durante esos años que aprendió a valorar lo esencial: el calor como un privilegio, el silencio como un refugio, el espacio como una rareza preciosa. La vida allí se transformó, era mínima y ruda, marcada por la escasez y la resistencia. Sin embargo, había convertido en su hogar de tres: Sam, Dan y Dara
Después, la ASU.
Durante dos meses, compartió un cuarto blanco y estrecho con Lucy. Apenas dos metros por uno sesenta. Una celda más que una habitación. Dormían en una litera, que crujían con cada mínimo movimiento, recordándoles que incluso en el descanso, el espacio era una trinchera. El armario era apenas suficiente para que ella y Lucy guardaran sus pocas pertenencias que apenas poseían. Compartían un baño colectivo con decenas de otras chicas. Ahí, la privacidad era un lujo, y la ansiedad, el idioma común. Bastaba mirar los rostros apretados, los gestos contenidos, los objetos personales aferrados con desesperación. Todas sabían que cualquier día podían perder lo poco que les quedaba.
Samantha aprendió a moverse rápido, a ducharse sin mirar, a dormir... aunque la mayor parte del tiempo no pudiera. Incluso el descanso era una forma de resistencia.
Más tarde, cuando la ASU inició su programa de reubicación, fue asignada a la CIFQT, aquí le otorgaron un cuarto propio —pequeño, pero suyo—, pero ya no era compañera de Lucy. Era apenas más grande, pero tuvo un avance, tenía un pequeño baño privado. Por primera vez en mucho tiempo, tuvo una noche sin escuchar a nadie más respirar en la oscuridad, y no es que le incomodará Lucy, pero de esta manera podía sentirme más libre —sin miedo—, sin tener que ocultar a Dara, ni preocuparse en ser descubierta. Fue una leve mejoría que agradeció nuevamente
Desde entonces, no volvió a ver a Lucy. Compartieron poco tiempo, pero conectaron rápido. Al principio se escribían, luego dejaron de hacerlo. Cada una se fue absorbiendo en sus nuevas responsabilidades. La vida, las obligaciones, las nuevas realidades. A veces se preguntaba si volvería a verla. Lucy le había parecido una buena amiga. Una de las pocas.
A los diecisiete, Sam no se sentía más fuerte. Solo más entrenada para resistir.
Y Dan…
Dan seguía latiendo en el fondo de todo. A pesar del tiempo, del dolor, del silencio… aún lo extrañaba. Era su familia. ¿Estaría vivo? No lo sabía. Pero la cantidad de sangre que vio al llevárselo... esa sangre le respondía con una crudeza que se negaba a aceptar. Cada vez que lo recordaba, sentía que iba a romperse. Quería llorar. Pero no lo haría.
—… ¿Sam? ¿Me estás escuchando?
Dara flotaba cerca, observándola con sus ojos grandes e inquietos. Estaban en la habitación. Todo estaba limpio, silencioso, eficiente… y vacío. Las paredes hacían eco a los pensamientos. No había nada cálido, nada propio. Sam no lo soportaba.
—Sí. Sí te escucho —respondió, sacudiendo la cabeza como si pudiera espantar las sombras de sus recuerdos.
—¿En qué pensabas?
Sam desvió la mirada hacia la ventana —más allá del cristal, una ciudad opaca se extendía hasta donde alcanzaba la vista—. Está distraída. Otra vez. No logra concentrarse, no del todo. La verdad es que todavía no ha superado lo de Dan. ¿Cómo hacerlo? No puede. Se resiste a aceptar que esté muerto, como si ignorarlo pudiera cambiar las cosas. Como si, al no pensarlo demasiado, el universo se viera obligado a corregirse.
Una parte de ella —la lógica, fría y persistente— le repite que no hay vuelta atrás. Que Dan se fue y punto. Pero otra, esa parte terca que se aferra a lo imposible, la que no se calla ni siquiera cuando duerme, le susurra lo contrario. Que tal vez, un día cualquiera, él cruzará una esquina, caminando entre la gente como si nada hubiera pasado… Y entonces todo dolerá menos. O al menos, eso quiere creer.
—En que no me gusta este lugar. Es como vivir dentro de una caja vacía. Voy a pedir que me asignen un departamento. Me lo merezco.
“Arrogante y consentida como siempre…” Eso diría Dan, pensó al recordarlo. Casi podía escucharlo con claridad, con esa mezcla de burla y verdad que solía marcar sus palabras. Aunque ha cambiado. O al menos, eso quiere creer. Se esfuerza por no ser esa versión mimada y altanera que Dan conoció, pero a veces… a veces esa parte se cuela sin permiso. Supone que hay hábitos que no se abandonan de un día para otro.
No era la primera vez que lo mencionaba. Solía quejarse: “Trabajo día y noche, sin tregua, a sol y sombra —aunque, siendo rigurosos, aquí no hay ni sol ni sombra. Solo esas luces blancas que la acompañaban en su monotonía… Con latigazos incluidos”, añadía, arqueando una ceja con teatral resignación. Luego se encogía de hombros, esbozando esa sonrisa suya —la que usaba como escudo, como concesión, como consuelo— y remataba con un suspiro leve —al ver a Dara juzgándola por lo dramática que era—: “Bueno, quizá exagero. Un poco. Aunque a veces... se siente igual.”. Era el tipo de comentario que no solo buscaba alivio, sino también comprensión, envuelto en un barniz de humor y referencias que solo alguien que ha leído demasiado y dormido poco podía soltar con tanta soltura.