Stella abrió los ojos poco a poco, parpadeó varias veces hasta terminar de despertarse. Se levantó de la cama con lentitud y bostezó mientras avanzaba hacia el espejo para arreglarse el cabello. Justo cuando se hizo el último arreglo, escuchó como tocaron la puerta.
—Adelante.
La persona que entró era el mismo sirviente que la atendió ayer. Le sonrió.
—Buenos días, Señorita. El Señor la espera para desayunar.
—Iré de inmediato.
El mayordomo se retiró y Stella lo siguió mientras se preparaba para la conversación que tendría con Gabel, esperando recibir la información y orientación que necesitaba.
Antes de llegar a su destino vio que una familia se despedía de otro empleado.
—El Señor permite que la gente se hospede en su hogar, no le cierra las puertas a nadie. Ha demostrado ser un líder de confianza —le explico el hombre.
Al llegar al comedor, vio que Gabel ya no tenía su sencillo atuendo de ayer, sino que ahora lucía ropajes más finos, como si se tratara de un príncipe. Sin embargo, su mirada era la misma que el día anterior, por lo tanto, no se sentía incómoda.
Él, al verla con ese vestido, no pudo evitar sonreír un poco.
—Buenos días —saludó Stella.
—Buenos días. Ven, siéntate conmigo —pidió. Stella esta vez no dudó y se sentó a su lado—. ¿Quieres algo especial para desayunar?
—No, gracias.
En cuestión de segundos, varios sirvientes aparecieron con diferentes platillos, los pusieron en la mesa e hicieron una reverencia antes de retirarse. Stella les dedicó una pequeña sonrisa, algo que no pasó desapercibido para Gabel.
—Tienes una linda sonrisa, deberías enseñarla más seguido.
—…Gracias —le dijo mirándolo y sonriéndole un poco.
Degustó platillos que nunca en su vida había probado y tuvo que admitir que eran exquisitos, pero no estaba ahí para eso. Su débil sonrisa rápidamente desapareció ante ese pensamiento, y Gabel se dio cuenta de eso. Debía volver a enfocarse en su misión, y lo hubiera hecho si Gabel no se hubiera adelantado.
—¿Disfrutas de tu hospedaje aquí? —preguntó, y Stella asintió con la cabeza tímidamente—. Me alegro. ¿Sabes algo? para alguien que quiso venir a conocer otra ciudad, es raro que no hayas traído alguna bolsa, maleta o algo así.
Comenzaba a acorralarla.
—No planeaba quedarme mucho tiempo —le respondió Stella tratando de que su preocupación no se notara.
Gabel la miró, sin creer nada de lo que decía. Ninguno de los dos volvió a decir nada. Stella, sabiendo que no llegaría más lejos, lanzó un gran suspiro. Gabel sonrío y apoyó su codo contra la mesa sosteniendo su cara con la mano.
—Te escucho.
Gabel puso ambas manos a la altura de su cabeza completamente abiertas sin borrar su sonrisa. Al ver la cara de resignación de Stella decidió simplemente cruzarse de brazos sobre la mesa, inclinando su cuerpo hacia adelante para demostrarle que tenía toda su atención.
—Yo… buscaba a alguien que pudiera ayudarme.
—Puedo ayudarte.
Stella también quería creer eso.
—Tú, siendo un gobernante, sabes muchas cosas. Cosas que la población en general ignora.
Gabel asintió con la cabeza confirmando lo que dijo Stella y mostrando una mirada seria, concentrándose totalmente en cada palabra que su visitante le decía. Ella guardó silencio por algunos segundos que a él le parecieron horas. Al sentir que todo se le venía encima, sabía que ya no podía dar marcha atrás.
—Esto apareció en mi hogar —le mostró la joya esmeralda que llevaba puesta debajo del vestido. Se quitó el collar, lo tomó en su mano derecha y lo extendió un poco hacia él.
Gabel abrió completamente sus ojos en cuanto vio el cristal y se puso de pie en menos de un segundo.
Stella se asustó un poco por su reacción, pero al menos Gabel sabía perfectamente lo que era, su corazón comenzó a latir con rapidez y tragó grueso. Pocas cosas podían impresionarlo, y esa era una de ellas.
—¿Cómo conseguiste esto? ¿Cómo apareció en tu hogar?
—En Efyén, puedo ver muchas estrellas de diferentes lugares. Ayer, pasó una estrella fugaz, o al menos eso creía que era, pero era una luz… extraña. Aterrizó en la orilla de un lago. Pero lo extraño no es eso; cuando llegué a Geminorum, choqué con alguien a quien no pude reconocer. Después de eso me di cuenta de que el cristal se me cayó, pero ya no era de color celeste, sino esmeralda —terminó de relatar.
Gabel volvió a mirar el cristal quedando en completo silencio, lo que incomodó a Stella. Se quedó pensativo por más tiempo del que le gustaría admitir.
Miró a Stella por un momento y de nuevo al collar.
—Hay algo que necesitas saber —dijo Gabel—. Será más creíble si lo ves por ti misma. Por favor, sígueme.
Ambos se retiraron del comedor. Gabel entró a una enorme sala donde en el techo había una gran variedad de ventanas medianas, permitiendo entrar la luz del día como si estuviera al aire libre, algunos pequeños muebles en cada esquina de color blancos y detallados de madera exquisitos, una alfombra azafrán que se extendía desde la entrada hasta el final donde se hallaba un trono adornado con diversas piedras preciosas como el cristal, berilo y topacio.
Gabel caminó rápidamente hacia el trono, se colocó a un lado de él y lo empujó con fuerza. Entre más empujaba, más podía notarse una vieja puerta y la abrió cuidadosamente, tomó una de las viejas antorchas que estaban adentro de la habitación y en un parpadeo la encendió e invitó a Stella a seguirlo. Antes de acompañarlo, se detuvo al ver una frase en el trono que no pudo entender, parecían ser letras de argot. Gabel, al notar que no lo seguía, vio la curiosidad de la joven en aquel antiguo escrito. Entonces leyó:
“Al pensador y comunicador
sus pensamientos e ideales
no requerirán de la fuerza
si se razona sabiamente”