En la penumbra del bosque, donde los árboles alargaban sus sombras y el aire olía a humedad y tierra, un grupo de figuras caminaba por un sendero en procesión. Vestían ropas oscuras que se confundían en la noche. Cuando llegaron al claro, alguno de ellos ya estaban esperando al lado del altar y la piedra sagrada. Cuando todos hubieron ocupados su sitio y ardía el fuego sagrado, se reunieron a su alrededor. La luz temblorosa del fuego iluminaba sus rostros, todos tensos, con miradas de preocupación y determinación.
Frente a ellos, a una distancia prudente los observaba. La mujer se encontraba de pie, sola. Su silueta apenas visible entre la bruma, pero sus ojos brillaban con un desafío feroz. Llevaba una capa negra, desgastada en los bordes, y una daga reluciente colgaba de su cinturón. Su cabello, enredado y suelto, caía en cascada sobre sus hombros. Era la guardiana de los secretos.
—El destino sigue su curso.Dijo en voz alta para que todos pudieran oírla.— Es el tiempo de los nuevos herederos. Pedro deberá volver.
—Pedro no es necesario,hemos puesto todas las pistas. Alba es inteligente, terminará uniéndolas y enfrentándose a su destino. Dijo el que parecía mandar.
—No sin Pedro. Lo va a necesitar.
—Prometimos ocultarlo.
—Lo sé, pero el destino de los dos está unido.
El grupo intercambió miradas inquietas. Algo en la seguridad de la mujer los descolocaba, como si estuvieran en una trampa invisible. Los árboles crujieron suavemente, el viento silbaba entre las ramas como si fuera parte de la escena, cómplice del enfrentamiento.
El hombre desafío con la mirada a la mujer, está se mantuvo firme, subió sobre el altar y pronunció una invocación.
De repente, la bruma pareció espesarse. El fuego chisporroteó y varios de los presentes retrocedieron, inquietos. Algo en la atmósfera había cambiado, una tensión oscura y palpable. La mujer dio un paso adelante, y aunque su figura seguía siendo delgada y solitaria, la sensación de peligro que emanaba era innegable.
—Sera como diga la guardiana. Respondieron unas voces, a las que se le fueron uniendo el resto. El hombre tuvo que claudicar.
***
Era una mañana tranquila en el pequeño pueblo de Villarobledo. El aire fresco de Enero se colaba por las calles empedradas, llevando consigo el aroma de pan recién horneado desde la panadería de Alba. Hoy cerraría temprano, después del desastre, no pudo hornear pan suficiente. Aún temprano, los habitantes empezaban a llenar las aceras en sus rutinas diarias, saludándose con una sonrisa o un gesto de cabeza.
El alcalde, Don Julián, caminaba con paso relajado por la plaza central, siempre impecablemente vestido con su sombrero de fieltro y su bastón. Era un hombre mayor, pero de presencia fuerte, con una autoridad suave que había ganado el respeto de todos. Se detenía a conversar brevemente con los vecinos, interesándose por sus preocupaciones, aunque siempre parecía tener una respuesta tranquilizadora para cada problema.
En una esquina de la plaza se encontraba la tienda de antigüedades de Doña Aurora, una mujer de modales reservados pero amable con los clientes. El escaparate estaba decorado con relojes antiguos, figuras de porcelana y una lámpara de cristal que brillaba tenuemente bajo la luz del sol. La tienda era un lugar de encuentro para los curiosos, un refugio donde el tiempo parecía detenerse entre los objetos que contaban historias pasadas.
Frente a la tienda de antigüedades, la panadería de Alba era un constante ir y venir. El aroma del pan fresco y los bollos de anís recién horneados impregnaba el aire. La campanilla de la puerta sonaba sin cesar cada vez que un vecino entraba a comprar sus panes diarios. alba, siempre sonriente y con las mejillas rosadas por el calor del horno, atendía a todos con un gesto cálido y un comentario jovial.
Un poco más allá, en una calle tranquila, estaba la pequeña biblioteca del pueblo. La bibliotecaria,Doña Elvira, una mujer de mirada serena y gestos delicados, colocaba los libros en las estanterías mientras un par de niños hojeaban con curiosidad los cuentos infantiles. Los ancianos solían sentarse en las mesas de lectura, hojeando viejas ediciones de novelas que parecían haberse leído cientos de veces. La biblioteca era un rincón de paz, donde las palabras susurraban historias a quienes buscaban perderse en ellas.
El día transcurría sin prisa en Villarobledo, donde la vida cotidiana se deslizaba con suavidad, entre el bullicio de la plaza, el pan caliente, las reliquias del pasado y las páginas de los libros que aguardaban ser leídas.
Alba se las arregló co.o pudo en la panadería, al día siguiente José Antonio,el carpintero se duspuso a arreglarle el mueble. Aunque ese día no podría hacer los pastelillos ni amasar pan. Así que dejó trabajar al carpintero, echó el cierre y se dispuso a pasar el día haciendo otras cosas. Después de desayunar decidió ir a la biblioteca, donde poder consultar varios libros de historia local no sacó nada en conclusión. A parte de averiguar que su familia era la más antigua del pueblo. Doña Elvira, la bibliotecaria, no paró de hablar del tiempo pasado, pero nada de lo que dijo era interesante. Cuando se marchaba le recomendó ir a la alcaldía, allí guardaban un valioso manuscrito del primer poblador.
Don Julián,el alcalde, la atendió después de una reunión. El citado libro, se encontraba en una vitrina, pero en él sólo constaban cifras de cosechas y ganado. Al parecer, tuvieron unos años de altibajos en sus principios. El alcalde le confirmó que la familia Del Valle eran los fundadores del pueblo. Alba quedó muy asombrada.