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Los hijos del Rey Padre levantaron su campamento y continuaron por el camino que conducía hacia el territorio de los Cazadores del Sur. No había amigos para ellos habitando las tierras que separaban la Ciudad Eterna del dominio de Pellatón, y la ruta era peligrosa. Así, viajaron Enialio, jefe de la Guardia de la Ciudad Eterna; Pallas, la mano ejecutora de las sentencias emitidas por el soberano; Feno, el hijo deforme de la reina, a quien el Rey intentaba ignorar, ingeniero, inventor y constructor; Hebe, la princesa mimada por los reyes; y los gemelos, cerca de cumplir los doce años, cazadores prodigiosos y futuros gobernantes de las tierras del sur, aunque a esto último ellos lo ignoraban.
Extrañamente, y contrario a lo que los conocedores de la ruta, Pallas y Enialio, esperaban, durante el viaje no ocurrió nada. Ni un sonido extraño, ni un viajero errante, ni un animal hambriento, y mucho menos algún dios o espíritu maligno en busca de sus almas. Cuando por fin llegaron a las tierras de los cazadores, el panorama no mostró ningún cambio. A nadie encontraron en la tan famosa ciudad. No hubo recibimiento para los herederos como era costumbre, a pesar de haber sido informados sobre su arribo con amplia anticipación, y lo único que se escuchaba era el sonido del viento y las olas lejanas del mar bravío chocando contra las rocas.
—¡Esto no me gusta! —gritó Pallas a sus hermanos, quitándose los cabellos de la boca.
—Quizás estén dentro —sugirió Enialio y se dirigió con su caballo hacia el arcón de entrada.
—Prudencia, hermano —le advirtió Feno, pero no hizo caso. Lo siguió junto a Elios, y luego de que Pallas les ordenara a las niñas que se quedaran allí y se fue tras el menor.
La plaza principal de la Ciudad estaba tan deshabitada como sus puertas. El viento no cesaba dentro, y los granos de arena los atacaron con furia. Alrededor de la plaza, las pequeñas casas de piedra parecían abandonadas. Las puertas estaban cerradas y no tenían ventanas, solo una especie de chimenea en el techo por la cual debería haber salido el humo de las hogueras.
—Váyanse —sintió Feno cual susurro arrastrado por el viento.
Dio un giro con su caballo para ver de dónde provenía, pero no había nadie. Se acercó hasta Pallas y la advirtió—: Acabo de escuchar “Váyanse” en el viento.
Pallas se acercó hasta Enialio y transmitió el mensaje—: Nos están pidiendo que dejemos la ciudad.
Enialio dio una vuelta en círculo con su caballo para observar mejor el panorama y desenvainó su xifos. El gesto molestó a la guerrera; si tenían que combatir, no había cargado consigo las ganas. Pallas le gritó a Elios que volviera con sus hermanas, pero él le respondió con una negativa.
—¡Haz lo qué te digo, niño! —volvió a gritar para que su voz viajara a través del viento y de la testaruda cabeza de Elios. A regañadientes y balbuceando insultos, el niño regresó hasta la entrada.
Los tres hermanos se prepararon para defenderse, desenvainaron y acomodaron sus caballos en un círculo para asegurarse así cubrir todos los frentes. Pero el enemigo no llegó desde el frente, sino desde abajo. Los salvajes aparecieron desde la arena del suelo, como muertos resucitando de sus tumbas, sucios y armados como para despedazar a una centena. Algunos tenían lanzas y otros cuchillos, y eran por lo menos unos cincuenta. Los rodearon y se fueron hacia ellos explosivamente.
Elios pudo sentir el estruendo de la emboscada de los cazadores y se volvió para ver lo que ocurría. En cuanto se percató de lo que estaba sucediendo, hizo montar a sus hermanas nuevamente y las condujo hacia el bosque. No parecía haber guardias escondidos ni más hombres que aquellos que atacaban a sus hermanos.
Pallas descendió de su caballo; no era una hábil amazona y combatía mejor en tierra. Derribó a uno de sus enemigos y se hizo con su lanza. Con su espada en la derecha y la lanza en la izquierda, se sentía en menos desventaja de lo que ya estaba. Feno no podía abandonar su caballo; su falsa pierna de madera era completamente inútil, y si lo derribaban, perecería inmediatamente. Pallas recordó la discapacidad de su hermano y se volteó para buscarlo en el momento exacto en que Feno golpeaba con su espada la hoja del cuchillo de uno de sus atacantes. Observó atónita cómo la hoja del salvaje se partía en dos ante el golpe de Feno. Estuvieron a punto de darle muerte por la espalda a causa de su distracción, pero Enialio, que tampoco había dejado su caballo, cortó la cabeza del hombre que la amenazaba. Tenía la habilidad de hacer que su caballo respondiera al mínimo movimiento de su cuerpo, no necesitaba de sus manos para cabalgar, lo que le había valido para ganarse el título honorífico de “Domador de Caballos” entre su gente.
A lo lejos, Elios y Selene observaron cómo los príncipes eran atacados. Se miraron y sin decir una palabra, tomaron sus arcos y se prepararon para disparar contra el enemigo. Elios trepó en un árbol para tener una mejor dirección para sus flechas. Apuntó y disparó, pero el viento desvió la flecha haciendo, que colisionara contra los muros. Selene, que ya subía tras su hermano, pasó por su lado con la destreza de un felino y trepó aún más alto, hasta la copa. Elios la imitó y se posicionó a su lado. Inspiró profundamente, entornó los ojos y, mientras soltaba el aire, la flecha pasó por encima del arcón de entrada y se dirigió hacia la plaza, golpeando a uno de los atacantes. Las saetas atravesaron la muralla y con extrema precisión fueron a dar contra los salvajes. Aquella lluvia de flechas parecía provenir de ninguna parte. Sin embargo, los niños se aseguraron de no matar a nadie.