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El pequeño Elios observó todo a su alrededor intentando reconocer y reconocerse en ese nuevo mundo. La habitación que le habían asignado en el deslumbrante palacio de Menón no tenía nada que ver con él, un simple cazador de una pequeña isla que no conocía sobre los lujos o las comodidades de vivir entre los seres civilizados que, con frecuencia, su hermano Enialio describía con orgullo. No entendía por qué él no encajaba en los cánones que regulaban por aquel entonces al ser civilizado. Y, si era tan salvaje como solía describirlo Enialio, ¿por qué no lo dejaban regresar con su madre? Al fin y al cabo solo era una criatura de doce años.
La noche en que regresó de la Ciudad de Pellatón a la Ciudad Eterna, lloró hasta quedarse dormido. Había matado a un hombre, había apagado una vida, había pecado contra lo más sagrado. Se lamentaba por no poder, como el resto de sus hermanos, matar y continuar con su existencia como si no tuviera consecuencia alguna. Las tenía, había visto esas consecuencias en los ojos y en la desesperación de Pallas. Él, orgulloso y soberbio, había repudiado los actos de la guerrera en innumerables ocasiones; sin embargo, había terminado por cometer los mismos pecados que su maestra.
Tenía muchas cosas por resolver en su cabeza. Decidir si se quedaba o no en Menón; aprender a vivir con el hecho de haberle quitado la vida a alguien; ser quien había sido durante sus primeros años o convertirse en lo que su padre esperaba; repudiar a su madre como la reina le pedía o renunciar a su lugar en la familia real.
Algo en su corazón estaba cambiando. Antes de ese viaje, jamás se hubiera siquiera planteado la posibilidad de repudiar a su madre a cambio de las comodidades de Menón. Sin embargo, las comodidades de Menón solo eran una excusa; se mentía y lo sabía. Repudiaba a su madre porque rechazaba a Pallas y todo en su existencia era Pallas. Pallas, su maestra; Pallas, su hermana; Pallas, su amiga y protectora. Y la nueva Pallas, la que se había arrodillado frente a él, vulnerable, suplicando por su protección; Pallas, la mujer. Aquel niño pequeño no sabía lo que eso significaba aún, solo conocía su admiración por su maestra; todavía no alcanzaba a dimensionar que ese amor tan profundo que se despertaba en su corazón lo tendría a mal traer por lo que durara su vida y las que vendrían.
Sumido en dudas estaba cuando descubrió que su capa ya no se encontraba sobre su lecho. Había desaparecido justo frente a sus ojos, entre el recuerdo de los ojos azul turquesa de su madre y el de los celestes de su Pallas. Giró sobre sí mismo buscando alguna pista, pero el sitio estaba vacío. Una risa suave llamó su atención, buscó entre las sombras de dónde provenía, pero el lugar seguía igual de vacío. La risa continuó hasta desaparecer.
Durante varios días se repitió la misma situación. En cuanto Elios se distraía, algo suyo desaparecía, y no es que tuviera mucho, pero el robo de su arco fue la gota que rebalsó el vaso. El arco que le había hecho su maestra era intocable y tan sagrado como la vida que había tomado.
—Han estado robando mis pertenencias día tras día —le reprochó a la reina, intentando sonar adulto e importante.
—¿Y qué pretendes que yo haga? —preguntó la reina Ermíoni, indiferente.
—¡Quiero que se investigue y se detenga este ultraje! —gritó el pequeño, enfadado.
—Mira, niño, no sé quién, cómo ni con qué propósito te ha privado de tus pertenencias y francamente poco me importa que así sea. Si tienes alguna queja, ve con tu padre, que yo nada tengo que ver contigo —ladró la reina.
Tarea prácticamente imposible; el Rey Padre parecía haber desaparecido del mapa. Tanto Pallas como Feno, así como nuestro Rey, evitaban la casa. Elios envidiaba esa libertad.
Ante la respuesta negativa de la reina, el pequeño no pudo hacer otra cosa más que retirarse. Ella se llenaba la boca diciendo que era la máxima autoridad en la casa de Menón, pero no parecía tenerla bajo control. Él podía encargarse del problema, a su manera y sin ayuda de nadie.
Esa noche, mientras jugaba a hacer guardia en el palacio, escuchó voces que se acercaban al patio de los reyes y se escondió tras una de las columnas para espiar a los intrusos. Eran un hombre y una mujer. Reían, se detenían y luego volvían a reír. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, pudo distinguir que eran Pallas y Enialio. Estaban en los jardines, correteándose y besándose como dos pichones enamorados. Observó la escena con horror, sintió la traición del doble discurso de su maestra golpear contra su corazón y retorcerlo con indiferencia. Pallas había jurado que jamás se casaría con Enialio. Había jurado que jamás se casaría, punto. ¿Acaso ella había terminado por sucumbir ante los esplendores de la vida en el palacio?
—No deberías espiarlos. —Un susurro acarició su oído, pero no había nadie cerca de él. Volvió los ojos hacia la espantosa escena y la ira lo invadió nuevamente. Si hubiera tenido su xifos a mano, no hubiera dudado en usarlo para atravesar a Enialio. ¿Eso qué significaba? ¿Era verdad, no había vuelta atrás? ¿Una vez cometido un asesinato se era un asesino de por vida, como lo eran ellos?
—Quieres matarlo ¿verdad? —le dijo la voz.
Inmediatamente despertó. Estaba en su cama, sudado y temblando; había tenido una pesadilla. Cuando por fin logró enfocar la vista, pudo distinguir a un niño muy pequeño que corría y se perdía en la oscuridad de las sombras. No tardó en incorporarse e intentar alcanzarlo. En el pasillo se encontró frente a frente con la puerta de la habitación de Pallas; la guerrera había decidido cenar esa noche en el palacio con ellos y se había quedado, seguro estaría allí. En cuanto se aseguró de que no había rastros del niño, abrió la puerta de la habitación de su maestra lentamente para no despertarla, rogando a los dioses que Enialio no se encontrara con ella. Pallas dormía en su lecho, sola. Nunca había sentido tanto alivio en su vida; solo había sido una pesadilla, pero… ¿Por qué esa ira contra su hermano como para querer matarlo? ¿Qué estaba sucediendo con él?