El Pantheón: Inmersión

Capítulo 10: Tendrás que tener fe

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La visión que el centinela Amíntor tenía acerca de los herederos al trono de Menón, a mi entender, era bastante incompleta, y juzgarlos, ya sea de buenos o malos, una postura un poco superficial, ya que en realidad, a lo largo de su vida, exploraron todos los tonos de grises que se les pusieron en frente. Pero es que, para poder entender el porqué de sus acciones, es necesario conocer el trasfondo que llevó a enfrentarse a las dos generaciones de la casa de Menón. Y esa historia comenzó unos años antes con quien aún por aquel entonces no era la reina de Menón, sino una niña: la bellísima, inteligente y extremadamente manipuladora Ermíoni.

No había aparecido todavía el sol del tercer día de vida de la pequeña Ermíoni cuando su futuro ya se había decidido. La nueva flamante adquisición de la Familia Real de Menón se había traído al mundo como moneda de cambio, y se celebraba particularmente su sexo, puesto que tres años antes de su nacimiento, la familia de Artresias, el rey de Jalkís, había recibido su primer heredero y era un varón. La unión entre ambas familias traería fortuna para todos, convirtiendo al rey de Menón en el más poderoso de la región egea. En Éthira, la Ciudad del Cielo, como antiguamente se la llamaba, se estaba gestando Elena. La promesa de un mundo mejor, la promesa de un futuro de gloria y esperanza. Eso era Elena para los egeos. Nadie sabe muy bien cómo y cuándo esa promesa se esfumó, y la hermosa idea de un mundo perfecto cayó en el olvido; pero ese es un capítulo aparte.

De quién sí es menester hablar en éste es del amo y señor del trono de la familia de Menón, que por aquellas épocas estaba muy lejos de pertenecerle a mi padre. Argiomenón, apodado el señor del tiempo, gobernaba las tierras más orientales de la región egea. Se le daba el título de señor del tiempo, o más bien de señor del clima, porque el poderoso Argios tenía la cualidad maravillosa de predecir el comportamiento atmosférico. Si el rey decía que iba a llover, llovía; si decía que haría buen tiempo, pues lo hacía; y si estaba seguro de que nevaría, entonces nevaba. Conocimiento que, en época de guerra, tenía un valor inconmensurable.

Argios estaba destinado a apoderarse del gobierno de toda la región, contaba con todo lo necesario para hacerlo. Vigor y valentía, capacidad de mando y algo que hasta los líderes de la actualidad le envidiarían, sentido común. La política de su gobierno funcionaba a la perfección, fundamentada en el respeto y la tolerancia... al Rey. Lo que Argiomenón pedía se hacía sin chistar, y como tenía sentido común, nunca nadie lograba componer fundamentos lo suficientemente valederos como para oponérsele. Pero como la vejez quita la belleza; la experiencia, la inocencia; los sentimientos, la razón; el poder, casi como un ladronzuelo casual, termina por despojarte de todo sentido común, y Argiomenón no fue la excepción.

Ermíoni crecía como la rosa de la nieve, fuerte e imperturbable, rodeada por un mundo antagonista del cual intentaba mantenerse lo más alejada posible. Tenía cuatro hermanos mayores, todos y cada uno de ellos demasiado absortos con sus vidas como para prestarle atención. Sin embargo, Ermíoni no estaba sola. Los habitantes, tanto de la ciudad de Menón como de Éthira, la adoraban. Había trabado amistad con las niñas del poblado y se parecía más a las campesinas que a sus aristócratas hermanos. Sabía que le pertenecía a algún heredero y que reinar sobre algo estaba escrito en su destino, pero prefería no pensar en eso hasta que el abominable día no estuviera cerca.

Tenía solo trece años y su principal preocupación consistía en enterrar su cuerpo en el mar y renacer con cada ola, como ella describía. Su cabello era rubio oscuro o castaño muy claro, dependiendo del día; sus ojos eran caramelo y era tan alta como sus hermanas mayores. Ermíoni era de esas personas que rompen el molde sin siquiera percatarse de ello. Su piel se encontraba tostada por el sol y por la sal, sus cabellos siempre despeinados y sus labios secos y partidos; parecía una ninfa desterrada del mismísimo fondo oceánico. Amaba su libertad y le aterraba pensar que el día en que la perdería estaba cada vez más cerca.

Orestes Artresida tenía dieciséis años cuando se encaprichó con conocer a su futura esposa. Nada podría haber molestado más al rey de Jalkís, ya que era un peligro que su hijo conociera a su prometida antes del día de la unión, porque podría renegar de su destino. Si Orestes se revelaba en contra del contrato que unía a su familia con la de Menón, su pérdida sería cuantiosa y su futuro, la guerra. Artresias insistió en que desistiera del viaje, pero Orestes se fugó. Llego así a tierras cercanas a la Ciudad del Cielo y en los bosques preparó su campamento, junto con sus sirvientes, y aguardó por las noticias de un espía a quien había enviado meses antes para infiltrarse en el palacio de Éthira.

Esto fue lo que el espía relató a su Señor—: Ermíoni es una niña —dijo resoluto—, gentil y amada por su gente, pero una niña —repitió para enfatizar la idea—. En apariencia se ve como una campesina. Dedica todo su día a jugar con las demás niñas del poblado, pero con los miembros de la familia de Menón no cruza palabra.

»No tiene formación en los trabajos que competen a una mujer de su posición, pero sí tiene un maestro, un tal Filón de origen fenicio, al que aún no he podido conocer. Muchas veces ella opina como un hombre, y pienso que es la voz de su maestro hablando. Ataca sin piedad con su lengua venenosa a quienes considera superficiales, como lo hace con sus hermanos. Dice que: ‘La vanidad es el néctar de los absurdos, con ella se desnutre y corrompe al sensato’. ¿Está seguro, mi Señor Orestes, que tomará por esposa a esa criatura?




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