El Pantheón: Inmersión

Capítulo 12: Si de corazones se trata...

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De niños tenemos una visión del mundo muy diferente a la de cuando nos hacemos adultos. No solo la gente se ve diferente, sino también los lugares, los sueños, incluso los sentimientos. Las palabras tienen otro peso, sobre todo en las promesas. ¿Es acaso demasiado pedir que un adulto mantenga una promesa? En ocasiones parece una tarea imposible.

El mar con el que Ermíoni había crecido nada tenía que ver con ese que tanto anhelaba conocer, y menos aún con este que ahora se le presentaba. Un enorme campo de agua interminable, pesado, tenebroso, oscuro y temperamental, que no se parecía en lo absoluto al lugar al que había soñado llegar cada vez que se sumergía en las costas del Mar de Tracia y nadaba hacia el horizonte. Nunca habría imaginado que el Corazón del Mar sería un sitio tan lúgubre y desolado.

Profundamente sumida en sus pensamientos estaba que ni siquiera se dio cuenta del momento en el que el cielo se ennegreció y el día se volvió sombra frente a sus ojos, casi en un parpadeo. El rugido lejano de los truenos y el fragor de las explosiones tomaron por sorpresa a los marineros, mientras el mar se embravecía y azotaba contra la embarcación con furia. Y así, en otro parpadeo, el Corazón del Mar se sumió en un caos aterrador.

Tuvo que sostenerse para no salir despedida por la borda como el resto de los desprevenidos que se encontraban a su alrededor. Los gritos, la locura y la desesperación por mantener la nave a flote se apoderaron de cada madero, de cada vela y de cada hombre.

De repente, sin previo aviso, todo cesó, y la confusión envolvió a la tripulación. Quienes antes habían estado gritando con desesperación para que los remeros no detuvieran su labor y el agua no terminara por tragárselos, habían callado. Los remeros también se habían detenido. Nadie hacía nada, nadie siquiera respiraba.

Ermíoni levantó la mirada hacia el encapotado cielo y sintió cómo los copos de nieve que parecían provenir de ninguna parte, le rozaron el rostro. Casi en cámara lenta, uno de ellos alcanzó sus dedos, y con angustia presenció cómo se deshacía entre sus yemas, dejando un rastro ceniciento. No era nieve; era ceniza volcánica.

El silencio se volvió un murmullo que fue cobrando intensidad segundo a segundo, hasta que el fuego estalló en el horizonte, iluminando el rostro de toda alma a bordo; quienes observaron estupefactos lo que estaba aconteciendo. La enorme isla que había albergado a uno de los pueblos más poderosos del mar de Tracia había volado por los aires en menos que un parpadeo. Las bombas de fuego se dispersaron por el cielo, alcanzando a los navíos, y el caos regresó. Mientras la tripulación intentaba con desesperación evitarlas, Ermíoni, paralizada por el miedo, solo atinó a agacharse y cubrirse la cabeza con los brazos.

El fuego alcanzó los mástiles, y las llamas se elevaron entre ellos, destruyendo las velas. Los esclavos a cargo de los remos, que habían retomado su tarea hacía solo un momento, no tardaron en abandonarla, pero el verdadero pánico los invadió en cuanto se dieron cuenta de que las cadenas que los anclaban a la nave todavía aferraban sus piernas. Forcejearon, hiriéndose, matándose entre ellos, en su desesperado intento por escapar. Aquellos que lo lograron, finalmente consiguieron arrojarse al agua, en un mar que hervía y quemaba tanto como la nube ardiente que descendía por las laderas del Ifestio, engullendo a su paso lo poco que quedaba de la isla.

Ermíoni no podía moverse ni reaccionar; solo rezaba, y a todos los dioses de los que había escuchado hablar en su corta vida. Fue en ese momento que la tomaron por los hombros y la obligaron a incorporarse. Orestes la hizo saltar junto con él.

Ya en el agua, Ambrosios los ayudó a subir sobre los restos de madera que se habían desprendido de la embarcación en una de las explosiones. Las bombas continuaban cayendo a su alrededor incesantemente, y una de ellas fue a dar justo entre los restos que mantenían a flote a Ambrosios y los que habían dado refugio a Orestes y Ermíoni, arrojándolos nuevamente al agua caliente que los rodeaba.

Ermíoni abrió los ojos entre la humedad y la sal, y observó los cuerpos sin vida de la tripulación flotar frente a ella. ¿Ese era su destino? ¿Ese era su final? ¿Para eso había viajado hasta el Corazón del Mar? Con cada segundo que pasaba, se le hacía aún más difícil respirar, el agua la quemaba y perdía la poca fuerza que conservaba para mantenerse a flote. Se imaginó siendo arrastrada sin vida, como un pedazo de leño, como un despojo de la nave.

Se estaba dejando morir cuando sintió que la empujaban hacia arriba, haciendo que el aire regresara a sus pulmones; otra vez, Orestes acudía a su rescate. Con una fuerza inexplicable la subió nuevamente al madero y la sentó a su lado. Finalmente, ya sobre la madera, se vio obligada a atestiguar la peor parte de la tragedia. Aquellos que habían conseguido mantenerse a flote sobre los restos de la nave, fueron alcanzados por una segunda ola de bombas y, uno a uno, desaparecieron bajo el agua en ebullición. Los observó gritar con desesperación, aunque no podía escuchar más que el rugido de la montaña.

A lo lejos, en las costas de las tierras que los rodeaban, los isleños miraban el espectáculo que ella, su gente y la montaña les estaban dando. Algunos lloraban, otros gritaban, pero la gran mayoría, cubiertos por la ceniza, observaban en silencio.

Orestes no la soltó ni un segundo, protegiéndola con su cuerpo, sin articular palabra. No dejaba de temblar, aferrándose a ella como si de eso dependiera su vida. Ermíoni volteó en busca de sus ojos, y el dolor en ellos se hizo evidente. Su prometido no le regresó la mirada; parecía estar sumido en su propio infierno interior, uno que ella nunca podría dimensionar, porque no se había dado la oportunidad de conocer su historia y lo que lo unía a la montaña que ese día había decidido, como un ominoso mal presagio, obsequiarles lo peor de ella. Sus ojos cayeron en el madero que se encontraba justo en frente; en Ambrosios, quien se veía todavía más perturbado que Orestes. Indudablemente, algo que ella desconocía los ataba a esa isla que había desaparecido tras la erupción del volcán.




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