El pasado entre las sombras

CAPÍTULO 3 : Reflejos rotos

El frío era cada vez más intenso. Helena intentó controlar su respiración, pero sentía que el aire apenas le llegaba a los pulmones. El cuarto seguía en penumbras y el golpe seco que venía del espejo aún resonaba en su mente.

Avanzó hacia la pared donde se encontraba el cristal, aunque, cada paso parecía más pesado que el anterior. Su reflejo continuaba allí, mirándola fijamente, pero notó que algo había cambiado: ya no seguía sus movimientos.

–Esto no puede estar pasando... –murmuró con la voz temblorosa.

Entonces, el reflejo sonrió. Una sonrisa fría, torcida, completamente ajena a ella. Helena retrocedió un paso, sintiendo que la piel se le erizaba, pero no podía apartar la mirada.

El espejo comenzó a vibrar. Primero ligeramente, como si algo estuviera presionando desde el otro lado, hasta que una grieta apareció en la superficie, expandiéndose rápidamente con un sonido agudo, como uñas arañando el metal.

Helena dio un respingo cuando escuchó algo más: risas infantiles, bajas y distorsionadas, mezcladas con un murmullo que no lograba comprender. Miró a su alrededor, pero el cuarto seguía vacío.

De repente, algo cayó del espejo. Un objeto pesado golpeó el suelo con un ruido seco. Helena se agachó con cautela y lo tomó entre sus manos: era un reloj de bolsillo, idéntico al que había visto en la entrada del departamento. Sus manecillas seguían detenidas en las 9:45.

En la tapa había algo grabado:

"Él nunca olvida."

Helena sintió un escalofrío, pero antes de poder ponerse a pensar lo que podría significar aquel mensaje, el sonido de pisadas comenzó a llenar la habitación. Rítmicas, lentas, acercándose desde el pasillo.

–¿Clara? –preguntó, apenas en un susurro.

Las pisadas se detuvieron justo detrás de la puerta. Helena contuvo la respiración. El pomo comenzó a girar lentamente.

Quiso correr y gritar, pero sus piernas no le respondían. La puerta se abrió con un chirrido interminable, dejando ver una figura pequeña en el umbral. Era un niño. Su silueta era débil, casi una sombra, pero Helena pudo ver su rostro: pálido, con ojos oscuros y vacíos que la miraban fijamente.

El niño inclinó la cabeza y, con una voz apagada y monótona, dijo:

–¿Por qué la dejaste sola, Helena?

El reloj en su mano comenzó a sonar, un tic-tac frenético y ensordecedor, mientras la figura avanzaba lentamente hacia ella.

Helena intentó gritar, pero el sonido quedó atrapado en su garganta, impidiéndole hacer tal cosa.




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