El PÉndulo

Capítulos 1 y 2

1

¡Eduardo no podía creer la suerte que tenía! Aquello era como un milagro hecho realidad. Se talló los ojos para ver si sus ojos no lo engañaban. Estaba realmente atónito. Su mejor amigo, Uriel Sánchez, se lo confirmó.

–La tienda de los hippies está cerrando– dijo, sin poder contener la risa –¡Están quebrados, están rematando todo! Podemos comprar lo que queramos.

 A su buena suerte sólo podía añadirle la alegría que le era haber cobrado su domingo esa misma mañana.

–¡Es como si el cosmos quisiera que entráramos a esa tienda!– dijo él con solemnidad. Tenía que admitir que no era su estilo alegrarse por las desgracias de otras personas, pero ¡hey! ¿Cada cuánto la tienda de amuletos más prestigiosa de la ciudad remataba toda su mercancía?

–¡Un momento!– dijo Uriel. –¿Cómo es que una tienda de amuletos y artículos para la fortuna cierra de repente? ¿No se supone que tendría, por ende, que ser afortunada?

–¡Qué más da!– le calló su amigo, pues no estaba de humor para paradojas que hacían que le doliera la cabeza. Era hora de entrar y apoderarse de toda la buena fortuna que pudiera. Eduardo era un adolescente con los bolsillos repletos de monedas y cero inteligencia para gastar.

Lo que no sabía era que la suerte que estaba por atraer no era exactamente buena.

Eduardo era un chico muy supersticioso. Su alcoba estaba llena de artículos de sortilegios de todo tipo: tréboles, herraduras, patas de conejo, ropa que él consideraba traía buena suerte, e incluso una que otra tarjeta de oración a los santos. No era exactamente creyente, pero no estaba de más buscar toda la ayuda posible, sobre todo considerando que su suerte no era exactamente buena la mayoría del tiempo.

¿Con qué cara le iba a llegar esa tarde a su mamá cuando supiera que había reprobado la materia de Filosofía y tendría que pagar el examen de recuperación? Había tratado de no pensar en ello durante todo el trayecto de regreso a casa. Uriel estaba encantado, había sacado dos dieces, y eso para el círculo de amigos que tenía era como ser el más sobresaliente entre los genios académicos. Ellos sabían que su futuro definitivamente no estaba en la universidad, pero a esa edad a nadie le importa mucho pensar en ello. Al menos así se justificaban.

Pero no era tiempo de pensar en las desgracias. En unos momentos más podría hacerse de amuletos reales, y no esas baratijas que compraba afuera de la escuela. Hoy todo va a ser diferente, se decía. Hoy es el día en que mi suerte va a cambiar.

Se acercaron a la tienda, que, como siempre, tenía un imponente aspecto esotérico. En la entrada había un troll de medio metro, cuya mirada vidriosa siempre parecía seguir a los peatones en la banqueta. Las cosas en aquella tienda eran caras, y Eduardo sabía que las monedas en su bolsillo no alcanzaban para derrochar en cualquier cosa, así que tenía que ser precavido con lo que escogiera, aun tratándose de un remate.

Una vez dentro de la tienda, el agradable olor del incienso invadió sus pulmones. Adentro se escuchaba el tintineo de collares folclóricos de diversas culturas. Eduardo reconoció enseguida un atrapa pesadillas, el cual había visto en una película y se emocionó. ¡No más pesadillas!, pensó. ¡Imagínense!

Sacudió su bolsillo para sentir el  repique de sus monedas, pero pronto se llevó un susto al descubrir que su bolsa estaba vacía.

–¡No puede ser!– exclamó –Hace un momento las tenía.

Él y Uriel recorrieron la tienda buscándolas. No había rastro alguno de que se hubieran caído, pero era imposible que no estuvieran, ¿O sí? Había tenido en la bolsa demasiadas monedas como para no notar si se hubieran caído.

Estaba preocupado y triste. Era irónico: su mala suerte le había hecho perder el dinero que pensaba emplear en amuletos de buena suerte. ¡La madre de las desgracias y el infortunio!

Se vació los bolsillos y descubrió con tristeza algunas monedas de las pocas que no habían caído por el enorme agujero en su pantalón.

–Trece con cincuenta– dijo con amargura –Es todo lo que me queda.

Miró los pocos artículos que quedaban en la tienda. Había algunos trolls como el de la entrada, pero pequeños. Él siempre había querido uno, pero eran algo caros. Aún con el remate, estaban a veinte pesos y su dinero no le iba a alcanzar para gran cosa.

De ahí sus ojos pasaron a los amuletos chinos, y vio un gato sonriente que sostenía una moneda al tiempo que alzaba una pata. ¡Cien pesos! Maldijo entre dientes, recordando que le habían dicho que aquellos amuletos atraían la fortuna y el dinero de forma muy efectiva.

De ahí sus ojos pasaron a los péndulos de cristal, que supuestamente traían buenas vibraciones a su dueño. Los péndulos eran geniales, pero eran sin duda la mercancía más cara de la tienda.

Estaba decepcionado. No sabía cómo había sido tan tonto para perder el dinero. Miró a Uriel escudriñando entre los morrales y las cadenas, con emoción. ¿Por qué nada le salía bien?

Entonces sus ojos se detuvieron en una etiqueta de precio que había pasado por alto en los péndulos. Leyó las palabras “Sortilegio de la fortuna” bajo el efímero precio de “$13.00”

Trece pesos, pensó. ¡Mi número de la suerte!



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En el texto hay: adolescentes, magia, suspenso

Editado: 20.04.2020

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