Su cuerpo dolía con una intensidad insoportable, como si hubiese sido masticado y escupido dentro de una chimenea. Tampoco había tenido tiempo de estar con Bazooka desde que lo conoció, porque él estaba muy ocupado con su trabajo, y Bazooka —que aún seguía estudiando (a diferencia de él, que había dejado sus estudios hace años)— estaba enfrascado en los exámenes finales. Pero le había prometido que lo entrenaría para ser su ayudante durante el verano, en cuanto consiguiera tiempo, claro.
Comenzó a lavar la suciedad de sus cicatrices en la bañera fría y se miró al espejo al otro lado de la habitación. ¿Qué le había pasado? Se veía sucio, y no entendía de dónde habían salido tantas cicatrices. Una vez que terminó, caminó a su laboratorio y bebió un frasco con un líquido rojo que había creado para acelerar el proceso de sanación de sus heridas. Aun así, el cansancio seguía ahí. Eran las dos de la madrugada, y en unas pocas horas tendría que hacer lo mismo otra vez.
Se dejó caer en el taburete del laboratorio, con la bata abierta y el cabello blanco más enredado que nunca. El líquido rojo ardía en su garganta, pero al menos le devolvía algo de movilidad a los músculos. Miró el reloj: 2:07 a.m. Afuera solo se escuchaba el lejano zumbido de la ciudad que nunca dormía, y dentro, el silbido del microondas cocinando unos fideos para la cena/desayuno/almuerzo número cinco del día.
Suspiró. Antes, las noches en vela significaban maratones de documentales o experimentos con sustancias que ningún comité ético aprobaría. Ahora significaban esperar la próxima llamada de emergencia, revisar el inventario de su cinturón de herramientas y preguntarse cuántas veces más podría sobrevivirle a la ciudad.
Pensó en Bazooka —que, a pesar del apodo intimidante, no podía ni cargar su propia mochila sin quejarse—. El chico tenía potencial. Era terco, curioso, y no salía corriendo ante el peligro. Pero los exámenes finales y la vida normal de adolescente lo mantenían lejos, al menos por ahora. Cuando el verano llegara y los horarios se alinearan, tal vez podría enseñarle a sobrevivir a quimeras… y a los fideos crudos.
La alarma del microondas lo sacó de sus pensamientos. Sacó el vaso, lo olió y decidió que, sí, debía inventar una forma de hacer fideos instantáneos realmente instantáneos. O tal vez solo necesitaba una vida nueva.
Mientras comía, su celular vibró. Miró la pantalla con resignación. Un número desconocido a las dos de la mañana nunca era buena señal. Dudó un segundo, luego contestó:
—¿Sí?
Del otro lado, una voz temblorosa y asustada:
—¿Eres tú… el héroe? Hay… hay algo en el techo de mi edificio. Se mueve rápido. Tiene muchas patas. Y mis gatos no paran de maullar.
El héroe cerró los ojos, se frotó el puente de la nariz y murmuró:
—Genial. Arañas gigantes y gatos histéricos. Justo lo que necesitaba.
Sabía que debía poner un horario, tal vez hacer una alianza con la policía. Pero nadie tenía la misma experiencia que él, y no quería compartir su conocimiento ni sus mezclas. Eran únicas, y no quería que se volvieran comunes ni que cayeran en las manos equivocadas.
Pidió la dirección y tomó su motocicleta. Estaba tan cansado que temía tener un accidente. Además, ni siquiera estaba usando su traje, que seguía en la secadora. Pero lo único importante era su cinturón con herramientas. Llegó al edificio sin siquiera buscar a la persona que lo llamó, y fue directamente al techo. Su plan era simple: subiría, acabaría con la bestia y se iría. Y luego podría dormir. Con todo el dolor de su corazón, no pensaba contestar más llamadas además de esa.
Una vez en el techo, su cuerpo se estremeció con la brisa fresca, su cabello seguía mojado y solo llevaba puestos unos shorts y una camiseta. Caminó por el lugar con su lámpara y pistola en mano, pero no lograba ver nada. Jamás había visto un techo tan grande. Se quedó quieto para poder percibir cualquier sonido: el viento, los gatos, las hojas de los árboles… y un ruido que venía desde las tejas. Ahí estaba.
Caminó lentamente hasta la criatura y apuntó. No podía ver su forma específica, solo una sombra negra. Comenzó a sentir una pequeña brisa de terror al no poder enfocar la pistola correctamente; su mirada estaba cansada. Se sobresaltó al notar cómo la criatura lentamente se movía, se hacía más larga. Poco a poco tomaba figura humana, y con tres ojos brillantes, lo miró directamente.
El terror lo hizo disparar de inmediato, pero la bala rebotó en su cuerpo. Se quedó congelado y boquiabierto, casi cae del techo por el susto. ¿Qué tipo de monstruo era ese? La criatura se acercó. Su cabello era oscuro y desordenadamente largo. Lentamente se posó frente a su rostro y lo olfateó. No había nada de él que le agradara. Así que de un salto tomó la forma de un gato negro, deforme, y desapareció en la oscuridad.
Por un momento, el héroe se quedó inmóvil, sintiendo el frío colarse por su camiseta empapada y el corazón martillando en su pecho. No era la primera vez que veía algo raro, pero nunca había enfrentado una criatura así: cambiante, casi intangible, y con una mirada que parecía perforar hasta el último rincón de su cansancio.
Bajó la pistola, temblando, y se obligó a respirar hondo. El eco de sus propios pasos resonaba en el techo mientras trataba de asimilar lo ocurrido. ¿Una sombra con forma humana, tres ojos y la capacidad de convertirse en un gato? Rebuscó en su memoria, pero ni en sus noches más largas de investigación había leído sobre algo semejante.
Miró hacia el borde del edificio, donde los maullidos de los gatos se habían vuelto casi un susurro. La criatura se había ido, pero la sensación de ser observado persistía. Por primera vez en mucho tiempo, no supo si debía sentirse aliviado o simplemente más agotado.
Se agachó, recogió una de las plumas verdes que aún quedaban de la batalla anterior y la examinó bajo la luz de la linterna. No era de ave. Era más bien… sintética, como si hubiera sido creada a propósito para confundir.