Suenan otra vez esas tres notas musicales alegres y, como en las diez veces anteriores, les sigue una voz masculina y robotizada que repite exactamente las mismas palabras.
«Por favor, introduce tu perfil».
Abro los ojos, pero no me muevo. Sé que volverá a repetirse en unos pocos minutos —aunque quizá sean segundos y el miedo me esté haciendo percibir el tiempo más lentamente—. Sea como sea, aprovecho ese momento de espera para volver a hacerme las mismas preguntas.
«¿Quién soy?», me digo, mientras intento desesperadamente encontrar algo en la oscuridad de mi cabeza.
«No tengo ni idea», me respondo por enésima vez, con la misma certeza terrorífica que las otras veces.
Aprieto los dientes.
«¿Dónde estoy?», vuelvo a preguntarme, aunque sé que no encontraré respuesta.
«¿Cómo he llegado aquí?», me digo, seguida de una peor: «¿Dónde estaba antes?».
Esta es nueva. Y tampoco tengo respuesta para ella.
Siento el tacto de las sábanas aún por deshacer bajo mi cuerpo desnudo. Ambos detalles no ayudan a tranquilizar mi corazón, que bombea por encima de lo que necesitan mis extremidades, rígidas por la tensión e inmóviles por el miedo. Dicen que, si cierras los ojos, potencias el resto de tus sentidos. En mi caso, cerrarlos me sirve para detectar el olor a limpio de la habitación. No es para nada el olor fresco y agradable de un lugar bien ventilado, más bien huele a limpieza de hospital o de supermercado a primera hora. A limpieza química.
¿Estoy en un hospital?
Abro los ojos de nuevo y contemplo el techo blanco.
«Por favor, introduce tu perfil».
La voz suena después de las insufribles tres notas musicales y parece provenir de una pantalla grande situada en una esquina superior del cuarto, donde aparece un cuestionario para rellenar. Me incorporo sobre los codos. En la pantalla surge un emoticono sonriente y, curiosamente, eso me tranquiliza.
Me siento descansado, en forma y con las articulaciones bien engrasadas. No tengo marcas ni heridas en la piel. Acaricio mi vientre, miro mis brazos, delgados y de antebrazos fuertes. Contemplo el vello que hay en ellos, observo mis manos y sus arrugas, muevo los dedos. Me toco la cara: el mentón, que raspa; los pómulos, angulosos; las cejas, que parecen gruesas; y mis ojos. ¿De qué color serán? Me paso los dedos por la cabeza. Tengo el cabello rizado y corto. Rígido. Pongo los pies en el suelo y el frío de su tacto me centra y me serena. Sigo en blanco, pero la habitación no me transmite peligro. No parece un lugar en el que vayan a hacerme daño. No de forma inmediata, al menos.
No es como si fuera a entrar un loco con una motosierra, vaya.
La habitación es un espacio blanco y homogéneamente iluminado. Es tan blanco que cuesta percatarse de donde termina el suelo y empieza la pared. Hay un par de armarios empotrados, apenas distinguibles, una mesa blanca con pantallas táctiles y unas estanterías vacías. Solo hay una nota de color, una planta. Un cactus, de hecho. De esto sí me acuerdo, de los tipos de planta. Me siento como si llevara solo el kit básico, recuerdo como se llaman las cosas, puedo razonar correctamente, moverme con fluidez..., pero soy incapaz de saber quién soy o dónde estaba antes de despertar en esta habitación. Localizo dos puertas ovaladas y me pregunto a dónde llevarán.
Suenan las tres notas musicales. Otra vez.
Lo que no hay, ahora que me fijo, es ni una sola ventana. Lo que ayuda a aumentar la sensación de irrealidad. Me levanto y ando hacia la pantalla de la esquina. De nuevo, reparo en mi condición física y no creo que haya pasado más de una noche dormido, ya que las piernas me responden perfectamente y no me cuesta llegar hasta la altura del cuestionario cuando la voz, masculina y firme, repite:
«Por favor, introduce tu perfil».
¿Cómo se supone que voy a hacer eso? Me fijo en los parámetros que la pantalla pide que rellene:
NOMBRE:
GÉNERO:
EDAD:
ORIENTACIÓN SEXUAL:
—¿Nombre? —digo en voz alta—. No tengo ni idea de cuál es mi nombre.
Mi voz, clara y musical, parece activar al asistente, ya que enseguida me interpela.