Avanzo por la galería con cautela. Este lugar, al que la voz ha llamado Edén, resulta ser un entramado de pasillos blancos y cristal. La obsesión de algún dios con guantes de látex, mascarilla y un espray desinfectante. Su luz es inquietantemente uniforme. Todo es tan perfecto e inmaculado que resulta aterrador. Como si acabaran de sacarlo del envoltorio.
Es absurdo, pero ahora echo en falta la ropa interior. Vestir solo estos pantalones tan finos me hace sentir desprotegido y, de alguna manera, indecoroso.
«Acude a la zona de confort».
Como si respondiera a mis dudas, se acentúan señales lumínicas en las paredes y puedo ver en ellas un sistema de líneas y colores que conducen a distintos lugares: el gimnasio, la biblioteca, la piscina, la sala de baile, la sala de potencial —¿Sala de potencial?—, y sí, también la zona de confort, de color azul.
Cada vez que paso cerca de una puerta, se enciende una pantalla informativa en el umbral —Gimnasio: ¡dale a las endorfinas!— y luego un seguido de emoticonos para que puntúe la sala y un cajetín de sugerencias. Me paro a leer y empiezan a flotar mensajes de supuestos clientes satisfechos: «Hay tantas pesas que no sabrás por cuál empezar. ★★★★», «Vine con mis hijos y les encantó. ★★★★★», «Lo mejor es la máquina de curl de isquiotibiales. ¡Menudos glúteos, chico! ★★★★».
En fin.
Sigo hacia la zona de confort preguntándome dónde demonios estoy. Inicio una nueva vía de investigación. Este lugar no se parece a nada que conozca, así que pongo a prueba mis conocimientos. No recuerdo nada de mí, pero sí del mundo en el que vivo. Y también en qué año estamos: 2092.
¿Dónde encaja este lugar en el mundo que recuerdo?
Cuando subo las tres escaleras que me separan de otro nivel del Edén, escucho movimiento y me pego a una pared.
—¿Hola? —digo, alzando la voz.
—Hola, Ben —responde una voz robótica de mujer mayor, distinta a la del programa—. Acérquese, por favor, enseguida termino.
Llego a la zona de confort a tiempo de ver como un robot de forma humanoide arrastra una butaca hasta un rinconcito, al lado de una luz de lectura y sobre una alfombra con flecos. «Muy siglo xx», pienso. Toda la zona está llena de sillas, sofás, balancines, pufs y lucecitas agradables. Parece una tienda de muebles de segunda mano. ¿A qué huele?, ¿es incienso?
El robot admira la decoración con los brazos en jarra y suspira. Su cuerpo metálico está tan pulido que resplandece. Gira su cabeza para mirarme y en su cara led aparece un emoticono sonriente.
—Espero que le guste la decoración.
Yo me lo pienso.
La llamada «zona de confort» recuerda a una exposición de sofás en mitad de la nada, en lo que parece un punto neurálgico del lugar. Cinco galerías desembocan aquí y pienso que quizá sea el punto central de Edén. Observo en silencio a la artificial y me resulta un tanto extraño. No tiene rasgos sexuales y su figura de metal y polímeros sugiere un cuerpo atlético y musculoso. Así que cuando me habla con esa voz de señora que hace ganchillo y tiene dos gatos, me resulta un tanto excéntrico.
—Bueno... —trato de no herir sus sentimientos—. Es un poco demasiado, ¿no?
—¿Demasiado? —se sorprende la máquina.
Yo miro a mi alrededor.
—¿Cuántos vamos a ser?
—No le entiendo.
—¿Cuánta gente vive aquí?
Teniendo en cuenta todos los sofás, por lo menos treinta. Y por lo que parece, con mucho tiempo libre.
—Una —dice el robot—, usted.
En su cara aparece un emoticono que guiña el ojo.
¿Solo yo?
Me siento en el sitio más cercano, que resulta ser el brazo de un sofá orejero. Mis esperanzas se rompen en pedazos y caen sobre la horrible alfombra de cebra bajo mis pies.
—¿De verdad estoy solo? —pregunto con un hilo de voz.
Siento como mi estómago se muerde las uñas y mi garganta se exprime.