El perro, la gata y un poco de amor.

Capítulo 11.

La Gata.

El gato resultó ser persistente; llegó a la habitación de Pili solo tres horas después. Cualquier tonto más joven ya habría perdido los nervios, pero yo incluso logré tomar una siestita pequeña. De todos modos, nuestra conversación resultó ser predecible.

—¿Y qué? —preguntó.

Seguí sentada en silencio en el alféizar de la ventana. El gato saltó a la silla junto a él con un ruido sordo. ¡Un atleta nato! ¡Rápido, alguien dele la medalla olímpica! Desde luego, no lo esperaba de él tanta agilidad. ¡La barriga se arrastraba por el suelo!

—¿Vas a estar sentada así mucho tiempo? —volvió a preguntar el gato. – Recuerdo, que tengo un horario muy estricto.

Me pregunté por qué diablos vino a verme. De hecho, ni siquiera se presentó, así que continué mirando con entusiasmo la mosca en el cristal. El gato se balanceó en la silla, claramente tratando de saltar hacia mí. Pero, en primer lugar, no había lugar a mi lado, ya que la ventana estaba cerrada y el alféizar era estrecho, y, en segundo lugar, estaba un poco alto y su barriga era muy gorda.

Sentí que empezaba a molestarle una conversación con mi espalda, porque en ese momento tiró de mi cola con su pata. Me di la vuelta y lo miré atentamente.

—Espero que, por lo menos, no tengas pulgas —pregunté burlonamente.

El gato casi se cae de la silla. Tuvo una expresión en la cara en ese momento, que, si Pili tomara una foto y la pusiera en las redes sociales, todos hablarían de esta foto durante una semana. Mientras el gato recuperaba el equilibrio y el habla, me di la vuelta y seguí mirando hacia la calle, lanzando por encima del hombro:

—Oh, no sé por qué Papá siempre está recogiendo gatos de los basureros.

Después de un minuto de total asombro, una tormenta de emociones estalló detrás de mí:

—¡¿Cómo te atreves?! ¡Yo...! ¡Tengo...! ¡Medallas...! ¡Soy el campeón de la raza! ¡Se venden mis gatitos por quinientos dólares!

Y así sucesivamente, bla, bla, bla (o mejor dicho, miau-miau-miau) durante otros diez minutos. Finalmente llegó Pili, miró con simpatía al gato avergonzado, se rio entre dientes y me llamó a la cocina. Inmediatamente salté hacia ella, caminando con cuidado alrededor del animal que gritaba, y solo le comenté casualmente, para simplemente pincharlo más:

—Deja de gritar, tonto. Veo que no tienes pulgas, por lo menos es algo bueno.

El gato se calló medio maullando con tal mirada que hasta Pili se echó a reír. Ella me tomó en sus brazos y dijo:

—Vamos a comer, Sandy.

—Murr... Es decir, vámonos. Hoy el gato es completamente rechazado.

Media hora después, yo, tranquila y silenciosa, dormía en la cama de Pili. El gato fue llevado al sofá.

Por la mañana me levanté relativamente descansada. Aun así, es difícil dormir bien por la noche cuando hay extraños en el apartamento, especialmente cuando estos extraños deambulan, pisoteando y haciendo sonar cuencos. En medio de la noche, el gato aparentemente decidió practicar saltar al alféizar de la ventana. A juzgar por el ruido, su técnica no funcionó y no lo logró a la primera. Papá se apresuró a salvar al gato, lo maldijo durante mucho tiempo, pero lo sacó del alféizar de la ventana. Aunque este idiota todavía se resistía.

En resumen, por la mañana, cuando por fin toda la gente había abandonado el apartamento, aparecí en el umbral de la habitación con el aspecto de una bella durmiente recién despierta. El gato estaba sentado en el pasillo, luciendo una gran tristeza en su cara.

—¿Cómo has dormido? —preguntó muy sarcásticamente.

—Gracias, genial. Solo algún tonto saltaba al alféizar de la ventana toda la noche. ¿Eras tú?

—Sí —respondió con incertidumbre, claramente sin entender si hablaba en serio o no.

—¿Sí? —exclamé, poniendo cara de admiración—. Eres tan valiente. Mi héroe.

El gato me perdonó todo al instante: la noche de insomnio, las pulgas y el basurero. Su cuello se esponjó y parecía haberse vuelto dos veces más grueso.

—Sandy...

Lo corregí bastante bruscamente:

—Casandra.

El gato se corrigió inmediatamente. Al parecer, ya estaba de acuerdo con todo:

—Casandra, lo siento... esos... Por cierto, no me presenté. Mi nombre es Duque.

—Muy lindo. Iré a desayunar, si no le importa.

—No, no, ¿de qué está hablando? No me importa en absoluto. Buen provecho.

Con la dignidad de una reina me retiré a la cocina, y el gato me siguió como si estuviera atado. Se sentó junto al cuenco y me observó comer. Después de comer, regresé a la habitación. El gato me siguió como una escolta honoraria. Sentí con cada fibra que la irritación nocturna en él estaba siendo reemplazada lentamente por admiración. Ya le gustaba cómo comía, le gustaban mis patitas, mi naricita prolija y mis lindas orejas rosadas. Todo esto lo demostré con mucho gusto; me lavé la cara durante mucho tiempo y pensativamente. Luego me estiré deliciosamente, como diciendo: "Mira, también tengo la espalda flexible y la cola esponjosa, y..."

Entonces el gato se puso en forma, dio un salto hacia adelante e intentó saltar sobre mi espalda con intenciones completamente claras. Sin pensarlo demasiado, le di un revés en la nariz. Fuertemente. Y que me dé las gracias por no hacerlo en el ojo.

El gato no dijo gracias. Pero dijo muchas otras cosas: sobre las gatas, sobre los dueños y sobre la vida en general. Subí al armario más alto para estar más o menos segura y escuché y escuché... Resulta que la vida es sorprendentemente difícil para los gatos de pura raza. Es cierto que el gato estaba muy enojado y, por si acaso, no bajé del armario hasta la noche.

Luego Pili me sacó del armario.

—Ven aquí, Sandy, el gato está durmiendo. Vamos, te daré de comer.

Me subí obedientemente a sus brazos. Tenía muchas ganas de comer; mejor dicho, siempre tengo hambre, aunque como una gata decente, no ataco la comida como un perro. Prefiero comer un poco, pero con frecuencia.




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