El perro, la gata y un poco de amor.

Capítulo 16.

El Perro.

Naturalmente, al día siguiente no me acerqué ni por asomo al patio de esa gata. Es más, durante varios días me despertaba con una pregunta interna que no me dejaba en paz: “¿Estás listo?”. Cada mañana, me escuchaba a mí mismo, como si estuviera esperando una señal divina. Pero lo único que me venía a la mente era un deseo furioso de aullar, maldecir y morder a alguien, a cualquiera. Así que la respuesta siempre era la misma: “No, definitivamente no estoy listo”.

¿Quién podría estarlo después de todo lo que pasó? La idea de acercarme a ese patio, de enfrentar esos recuerdos... ¡ni pensarlo! Era como si mi cerebro y mi corazón estuvieran jugando un tira y afloja, y la cuerda siempre se rompía del lado de "ni en sueños". Mientras tanto, me dedicaba a ocupar mi mente con otras cosas, como perseguir mi propia cola o ladrar a la nada, que, para ser honestos, no son las mejores señales de estabilidad emocional. Pero, al menos, mantenían a raya esos pensamientos sobre la gata... o casi.

Pero un día, algo cambió. Me desperté con la cabeza despejada y tranquila, como si hubiera dormido diez horas seguidas en una cama de plumas en lugar de sobre una pila de hojas. No había rastro de esos sentimientos revueltos, solo un hambre voraz y unas ganas tremendas de salir corriendo al viento. Así que, sin más preámbulos, me dije a mí mismo: "Listo". Y esta vez, lo decía en serio.

Sin perder ni un segundo, me lancé hacia el patio de esa gata. Ni siquiera me detuve a comer, lo cual es una hazaña en sí misma, porque normalmente no doy un paso sin llenar el estómago primero. Corrí directo al patio, sin soñar con nada, sin pensar en nada, sin imaginar nada. Solo tenía una certeza: algo bueno me esperaba allí. Y cuando un perro tiene esa sensación, más vale seguirla.

Por eso no me sorprendió en absoluto encontrar a mi belleza en la ventana. Me detuve en seco para que no pudiera verme. Por alguna razón, sentí un poco de vergüenza. Quizás fueran esos tontos celos que aún rondaban en mi cabeza, o simplemente porque no quería interrumpir el idilio que presenciaba.

Allí estaba ella, completamente inmóvil, pero rodeada de un aroma inconfundible a vida: leche, calor, y esa ternura que solo una madre puede exudar. A su lado, una diminuta versión de ella, una copia casi perfecta, solo que con una cabeza un poco más grande. La pequeña criatura desprendía un olor suave y delicado, como el de una brisa de primavera.

Las dos estaban murmurando algo detrás del cristal, seguramente discutiendo asuntos importantes, como la mejor manera de cazar moscas o cuántas siestas es aceptable tomar en un solo día. Sentí un pinchazo en el corazón, pero no era de tristeza, sino de algo más cálido y reconfortante. Después de todo, no todos los días uno es testigo de tal escena de tranquilidad y amor.

Pensé en ladrar para anunciar mi llegada, pero me detuve. Tal vez sería mejor esperar. Estaba listo, sí, pero el momento todavía tenía algo de magia que no quería romper. Así que me quedé ahí, simplemente observando, dejando que el sol me calentara el lomo y que la brisa trajera consigo los aromas de aquel pequeño universo detrás del cristal.

Pero esta escena idílica fue bruscamente interrumpida cuando, con la elegancia que solo una gata puede tener, ella se levantó con un movimiento suave y ágil, y se deslizó hacia la ventanilla, que estaba ligeramente abierta. Me observó por un momento y, con una mirada que mezclaba un toque de orgullo con esa altivez felina, me preguntó:

—¿Te gusta?

Me quedé atónito, sin saber exactamente qué responder. ¿Estaba hablando de la escena que acababa de presenciar? ¿De su pequeña y adorable copia? ¿O, quizás, se refería a algo más profundo, a ese rincón de paz y felicidad que había construido? Un amor de una madre.

—Sí... mucho —respondí, tratando de sonar más seguro de lo que me sentía, mientras sacudía ligeramente la cola, como si con eso pudiera quitarme el nerviosismo. – Se ve que la quieres mucho.

Ella soltó un suave ronroneo, como si hubiese aprobado mi respuesta, y volvió a centrar su atención en su pequeña. Yo me quedé ahí, con una mezcla de admiración y desconcierto, preguntándome cómo era posible que una simple gata pudiera desarmarme tan fácilmente con solo una mirada y una simple pregunta.

—Mi madre también me querría. Pero ya murió. Hace un mes, algo así.

La gata bajó la mirada por un instante, como si sopesara mis palabras. Luego, levantó sus ojos hacia mí nuevamente, esta vez con una mezcla de suavidad y firmeza que no esperaba.

—Lo siento mucho, —dijo, con una sinceridad que atravesó el aire entre nosotros—. Pero, ¿sabes? Las madres nunca se van del todo.

Me sorprendió su respuesta. No esperaba que una gata tan independiente tuviera una visión tan profunda.

—¿Qué quieres decir? —pregunté, genuinamente curioso.

Ella se acomodó en la ventana, estirándose un poco antes de responder.

—Bueno, las madres nos enseñan todo lo que sabemos, ¿verdad? Nos enseñan a cazar, a cuidarnos, a amar... Su amor, su cuidado, su... todo, vive en nosotros, incluso cuando ya no están. —Hizo una pausa, como si estuviera escogiendo cuidadosamente sus palabras—. Así que, de alguna forma, siguen con nosotros, en cada cosa que hacemos, en cada decisión que tomamos.

Me quedé en silencio, asimilando lo que acababa de decir. Tenía razón, por supuesto. Mi madre había dejado una huella imborrable en mí, una que me guiaba incluso cuando ya no estaba físicamente a mi lado.

—Supongo que tienes razón, —admití, un poco más tranquilo—. A veces, cuando hago algo instintivamente, siento que es ella la que me guía. Como si todavía estuviera cuidándome, de alguna manera.

—Exacto, —ronroneó ella, satisfecha de que hubiera entendido su punto—. Así que, en realidad, nunca estamos del todo solos.

Hubo un momento de silencio, pero no incómodo. Era más bien una pausa compartida, un espacio para reflexionar sobre lo que habíamos dicho.




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