El perro, la gata y un poco de amor.

Capítulo 18.

El Perro.

Había visitado tres veces más a la gata y sus gatitos, siempre escondiéndome detrás de los arbustos para no perturbar su felicidad con mi presencia. No quería que mi sombra afectara el pequeño refugio de paz que había encontrado. Pero la cuarta vez que me acerqué, lo hice acompañado de mi manada entera, y el desenlace fue completamente distinto.

Todo comenzó cuando Pelota, uno de los miembros más jóvenes y arrogantes de la manada, decidió enfrentarse al Líder. Esto iba en contra de todas las reglas establecidas. Para reclamar el liderazgo, primero tenía que ganarse su lugar y demostrar su valía. Pero Pelota no era de los que se preocupaban por seguir las reglas. Para él, las normas eran algo que podía torcer a su favor.

Nos encontrábamos en uno de nuestros habituales recorridos, deambulando de un vertedero a otro, cuando Pelota se adelantó y alcanzó al Líder. Con una postura desafiante, le lanzó una pregunta que resonó en todos nosotros:

—¿Hasta cuándo vamos a seguir amontonados en tres esquinas?

El descaro de Pelota era evidente. Nuestro territorio era grande, lo suficiente para alimentarnos y patrullarlo diariamente sin mayores problemas. El Líder, en su habitual tono calmado, intentó explicarle esto, pero Pelota no estaba dispuesto a escuchar.

—¡Tonterías! —respondió con vehemencia—. Podemos controlar mucho más. Con más territorio, tendremos más comida y más fuerzas.

El Líder inclinó ligeramente la cabeza, evaluando las palabras de Pelota.

—¿Y quién patrullará esas nuevas fronteras? —preguntó con una voz suave pero firme.

—¡Sumemos más perros a la manada! —exclamó Pelota, como si hubiera encontrado la solución perfecta—. Todos los días, algún perro callejero quiere unirse a nosotros. No es problema.

Esa propuesta no solo era arrogante, sino estúpida. Sabíamos que los perros que intentaban unirse a nosotros eran débiles, oportunistas, un peso muerto que solo nos ralentizaría. El Líder, sabiamente, siempre los rechazaba sin contemplaciones. Pensé que en ese momento el Líder rugiría y pondría a Pelota en su lugar, recordándole su posición. Pero, para sorpresa de todos, el Líder decidió manejar la situación de una manera completamente diferente.

—Está bien —dijo con una calma desconcertante—, muéstrame.

Pelota, confundido, titubeó por un momento. Su desafío había sido un farol, una provocación para medir fuerzas, no un plan real para mejorar la manada. Ahora se veía obligado a actuar y no parecía estar preparado para ello.

—¿Qué quieres que te muestre? —preguntó con torpeza.

—Donde nos expandiremos —repitió el Líder—. ¿Dónde hay áreas adicionales para comer y dormir? Muéstralo todo.

Brick y yo nos miramos, satisfechos. El Líder había jugado bien sus cartas, poniéndole a Pelota en una situación que no había previsto. Ahora sería interesante ver qué ofrecía este advenedizo que tanto hablaba, pero tan poco había demostrado.

Pelota vaciló solo un segundo antes de girarse y, con la cabeza alta y la cola erguida, dijo:

—¡Sígueme!

Lo seguimos, aunque con cada paso se hacía más evidente que Pelota no tenía un plan real. Corría en línea recta, girando solo cuando se encontraba con una pared, sin un destino claro en mente. La certeza de que solo buscaba una excusa para desafiar al Líder se hacía más y más palpable.

Había dos cosas que me inquietaban profundamente. Primero, que Pelota corría al frente de la manada, algo que normalmente solo hacía el Líder. Era un acto de desafío, casi de insubordinación, y me sorprendía que el Líder se lo permitiera. Y segundo, que nos dirigíamos directamente hacia el patio de la gata y su pequeña. Cada paso hacia ese lugar sagrado aumentaba mi ansiedad, y un nudo de preocupación se formaba en mi estómago. Cuanto más nos acercábamos al preciado patio, más oscuros se volvían mis pensamientos. Un frío helado se apoderó de mi interior cuando cruzamos la entrada del jardín. Mis instintos me decían que algo terrible estaba por suceder.

Al llegar, vi a la gata sentada en la ventana, maullando desesperadamente, mientras su pequeña, su copia en miniatura, maullaba confundida debajo, claramente sin saber qué hacer. Había una desesperación palpable en sus voces, un llamado de auxilio que resonaba en mi corazón.

—¡Engendro de gato! —gritó Pelota, con su voz llena de desprecio—. ¡Acabad con él, muchachos!

La manada, ávida de acción, se lanzó hacia el gatito con una alegría salvaje. Solo yo me quedé inmóvil, mientras una idea terrible cruzaba mi mente: "¡Este maldito Pelota! Quiere distraer a los demás de su estúpida idea con ampliación del territorio”. Pero cuando vi a la gata lanzarse hacia su cría, dejé de pensar por completo. Solo quedaba el instinto.

Debía alcanzar a la manada. Era difícil, pero no imposible. Tres saltos y ya estaba en las últimas filas. Avancé rápidamente, chocando contra cuerpos más pequeños, deslizándome entre ellos hasta que finalmente choqué contra la espalda de Pelota. Sin pensarlo, lo mordí desde atrás. Sí, era una acción cruel e indigna, pero no tenía tiempo para ser honorable. Tenía que salvar a la gata antes de que la destrozaran.

Mi ataque tuvo el efecto deseado: Pelota giró bruscamente y se lanzó contra mí. Fue una movida estúpida de su parte. Podría haberlo atrapado por el cuello fácilmente, pero su rabia lo cegaba. Sin embargo, no me importaba su garganta ni su peso. Mi tarea era otra. Me agaché bajo él y, con un movimiento rápido, me encontré detrás de él. Por primera vez, agradecí mi estatura baja, algo que había heredado de mi padre.

Mientras me enfrentaba a Pelota, vi por el rabillo del ojo cómo la gata, con la gatita en la boca, se alejaba corriendo. Al menos ellos estaban a salvo. Ahora mi objetivo era distraer a toda la manada, evitar que fueran tras ellas. Todos debían enfocarse en mí, hasta el último de los mestizos.

—¡Hey! —grité con todas mis fuerzas—. ¡Cobardes castrados! ¡Vamos, aquí hay más para ustedes!




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