El perro, la gata y un poco de amor.

Capítulo 19.

La Gata.

Me senté en el sofá para descansar. Había acostado a los niños y comido un poco, pero estaba agotada. Por eso, cuando vi que no había nadie en casa, aproveché para subirme al sofá. Quería estirar las patas y, sin darme cuenta, me quedé dormida. No sé cuánto tiempo pasó, pero de repente sentí un empujón que me hizo rodar hacia un lado. Me desperté sobresaltada, con la sensación de que algo o alguien me había golpeado. Me levanté de un salto, alerta, escuchando con atención. Todo estaba en silencio, pero a pesar de eso, mi corazón latía con fuerza. El peligro estaba cerca; lo sentía en cada fibra de mi ser.

Me dirigí de inmediato hacia la canasta donde dormían mis pequeños. Al llegar, sentí que mi corazón se detenía: Misa no estaba; solo Poncho seguía allí, durmiendo plácidamente sobre los juguetes. Mis ojos recorrieron rápidamente la habitación hasta que la vi. Misa estaba sentada en la ventanilla, en mi lugar favorito, y coqueteaba abiertamente con alguien en la calle.

¿Cómo llegó allí? ¡Qué imprudente! El segundo piso es demasiado alto para una gatita tan pequeña como ella. Si se caía, podría ser fatal. Las imágenes de lo que podría suceder pasaron por mi mente a una velocidad vertiginosa. La veía caer, golpearse, lastimarse, y todo mi ser se estremecía ante la posibilidad de perderla. El miedo me paralizó por un segundo, pero pronto mi instinto maternal tomó el control.

Con cuidado, para no asustarla, me acerqué a la ventana. Salté al alféizar, sintiendo que cada músculo de mi cuerpo estaba tensado al máximo. Mis ojos no se apartaban de Misa, que se balanceaba peligrosamente en el borde, sin comprender el peligro en el que estaba.

—Misa, cariño, quédate quieta, no te muevas —maullé, mi voz apenas un susurro para no asustarla.

Misa se giró para verme, intentando moverse sobre el estrecho marco de la ventanilla, pero el movimiento hizo que se tambaleara peligrosamente. Mi corazón se detuvo por un instante. Todo en mi interior gritaba que la situación era crítica.

—Mamá, ¿vas a reñirme? —preguntó Misa, con un tono que mezclaba miedo y curiosidad.

—Por supuesto que lo haré, pero ahora baja de ahí —le respondí, tratando de mantener la calma.

No era momento para sermones ni reprimendas. La prioridad era que Misa estuviera a salvo, y mi tono, aunque autoritario, trataba de transmitirle seguridad.

—Mamá, tengo miedo.

—Misa, escucha con atención. Quédate quieta, cálmate y date la vuelta lentamente. Luego salta hacia mí.

La pequeña dudaba, y el pánico comenzaba a invadir sus grandes ojos. Mi corazón se rompía al verla así, pero necesitaba ser firme. Sabía que la menor duda o vacilación de mi parte podría hacer que Misa cometiera un error fatal.

—¡Mamá, aquí está alto! —su voz se quebró, llena de pánico.

—¿Qué dices? ¿Para subir no era tan alto? —contesté, dejando escapar un tono sarcástico que no pude evitar, pero al instante me arrepentí—. Misa, querida, no tengas miedo. Todo estará bien. Aquí no es tan alto, solo date la vuelta y salta.

El sarcasmo había sido un reflejo de mi propia desesperación, pero comprendí que no era lo que Misa necesitaba en ese momento. Mi tono cambió, haciéndose más suave, casi suplicante. Estaba dispuesta a decirle cualquier cosa que le diera la confianza necesaria para saltar hacia mí.

En ese momento, pensé en lo cerca que estaba de perder a mi pequeña. Si lograba saltar hacia mí, le daría una lección que jamás olvidaría. Misa comenzó a girarse lentamente, sus pequeñas pantas se tensaron por el esfuerzo de mantener el equilibrio.

—¡Guau! —se escuchó desde la calle, una voz que resonó como un trueno en medio del silencio. Misa se sobresaltó y, antes de que pudiera hacer algo, salió volando hacia la calle.

Mi mente se nubló, y todo lo que podía escuchar era el rugido ensordecedor de mis instintos maternos. Sin pensar, salté detrás de ella, aterrizando en la ventanilla con un golpe sordo.

—¡Misaaaa! —grité, desesperada, mientras veía cómo la gatita se levantaba, tambaleante, pero viva. El alivio recorrió mi cuerpo como un rayo.

Pero mi alivio duró solo un instante. Un nuevo "¡Guau!" resonó en el aire, y entonces lo vi: una jauría de perros callejeros había irrumpido en el patio, sus ojos fijos en nosotras. Eran perros enormes, con caras toscas y voces roncas, el tipo de perros que no conoce la compasión.

El miedo me paralizó por un segundo. ¿Qué podía hacer? ¿Saltar sobre ellos? ¿Qué pasaría si no habían visto a Misa y pasaban de largo? Y entonces, el grito de mi hija perforó el aire:

—¡Maaaaaaaamá!

Todo se volvió un caos. Salté hacia abajo, agarré a Misa entre mis dientes, y me lancé hacia la entrada del edificio. Sabía que no podría pelear contra toda la manada, pero quizás podría llegar a un lugar seguro antes de que nos alcanzaran. Pero vi los colmillos de uno de los perros acercándose y reaccioné sin pensar, golpeando con mis garras hacia su cara. El dolor recorrió mi pata, pero seguí adelante. No podía detenerme. Misa ya era pesada para llevarla en la boca, pero el miedo de soltarla era mucho mayor que el dolor en mis músculos.

Otra vez, vi dientes acercándose, esta vez más cerca. Golpeé con todas mis fuerzas, sintiendo cómo mis garras se hundían en algo blando. Había sangre, pero no era mía. Un perro enorme gimió y retrocedió, pero no por mucho tiempo. Otros ya estaban tomando su lugar, rodeándonos. Conté rápidamente: dos, cinco, siete... ¡Eran demasiados!

Tiré a Misa detrás de mí y grité:

—¡Corre hacia la entrada! ¡Rápido!

Ya sabía que nuestras posibilidades de sobrevivir eran escasas. Estaba dispuesta a luchar hasta el final, si al menos ella lograba escapar. Pero entonces, como un milagro, una sombra apareció entre nosotras y la jauría. Era un perro, pero no uno de ellos, sentí que no era como ellos. Su espalda musculosa se interpuso entre mí y la amenaza, y reconocí su olor, pero no pude recordar quien era. Desde luego en ese momento no podía ni pensar, ni recordar nada.




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