El placer revelado

4

Hacía ya un largo rato que caminaban todas juntas, en un rango de cincuenta metros entre la primera y la última alumna —la profesora que las secundaba había apurado el paso para unirse a su colega allá adelante, y al alcanzarla aprovechó para comunicarle que había visto al chofer mirando numerosas veces por el espejo retrovisor hacia el interior del autobús donde viajaban las alumnas, y que por consiguiente el tipo ese no le gustaba nada de nada— cuando Mariana se desprendió de la mano de su amiga, y sin darse cuenta comenzó a apartarse del resto de sus compañeras. Al principio no se alejó demasiado, pero bastó para que aminorara un poco la marcha para que las voces y las risas se fueran atenuando entre el follaje, como si fuese un enjambre de abejas que en el aire brillante de la mañana se disolviera hasta no escucharse más. De un modo inconsciente tal vez —o tal vez no— buscó con la mirada a su alrededor, y encontró un pequeño sendero angosto que parecía abandonado desde hacía mucho tiempo, y que el pasto comenzaba a borrar. Se detuvo, miró hacia las copas de los árboles, muy altas, que ocultaban en partes el cielo; algo se movía allá arriba, unos bultos pequeños, livianos saltaban de una rama hacia la otra. Mariana observó el sendero nuevo que aparecía delante de sus ojos, como si fuese una insinuación del bosque, y decidió comenzar a caminar por ahí. A los pocos metros dejó que la hierba envolviera sus pies a cada pisada, y se distrajo al escuchar el crujir de las ramitas y las hojas secas bajo la suela de sus zapatos. A poco de andar, el sendero se volvía cada vez más angosto, la hiedra había comenzado a crecer en los troncos de los árboles que lo circundaban, y en el suelo, por momentos, el sendero parecía desaparecer, porque el bosque había comenzado ya a borrarlo del todo. Sin saber por qué, de repente, tuvo la inmensa necesidad de estar sola, de veras sola, y para eso no había tenido más que seguir el sendero que había encontrado, dar un paso delante del otro, sin pensar, o dejando que pensaran los árboles por ella. Una mezcla de sensaciones le revolvieron el estómago –algo de vértigo y de emoción formaron un nuevo sentimiento extraño— y por primera vez en su vida Mariana sintió un miedo distinto, algo nacía desde algún lugar remoto de su mente, se instalaba detrás de los ojos, como un miedo sin palabras, hecho de sonidos graves o más bien de vibraciones. Tras una breve pausa —sabía bien que era la última oportunidad que tendría de volver sobre sus pasos y regresar con la excursión—, apuró el paso y avanzó durante varios minutos más, un poco enloquecida y a ciegas, de un modo caprichoso, hasta que un momento después supo que se había perdido. Lo supo de pronto, como si alguien la hubiera estado acompañando todo este tiempo y ahora decidiera desaparecer. Mariana se detuvo. Miró hacia atrás, tuvo la esperanza de haber caminado en círculos y poder encontrar las sombras lejanas de sus compañeras, pero ni siquiera pudo escuchar el rumor de sus voces en el aire. Se quedó en silencio, a la espera del miedo, ese miedo que la había invadido un momento atrás, pero nada llegaba desde ningún sitio, ni desde afuera ni desde su interior, porque aquello no era miedo ya, sino que era otra cosa, algo que no lograba del todo comprender, pero que en cierto modo había dejado de ser desagradable. Pensó en regresar sobre sus pasos, rehacer el sendero, lo pensó un momento, y estuvo de acuerdo con la idea, sin embargo siguió camino. Y al hacerlo supo que de a poco se quitaba de encima esa capa invisible que la envolvía, una especie de piel infantil que se había estado resquebrajando en ella desde hacía ya algún tiempo.




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