El placer revelado

10

Aquello se construía de a poco, como si fuese un océano su cuerpo, y comenzara a formarse allí una pequeña ola, que a cada movimiento de su mano se hiciera más y más grande, para arrasarla por completo, hasta hacerle perder esa poca noción de realidad que habitaba en ella. Era ese miedo, y esa emoción, y ese placer en aquel momento, Mariana, en ese preciso instante mientras bailaba en el aire, porque era como si bailara, una danza ancestral y desconocida, sentada sobre aquella roca bajo ese manto dorado por el que se dejaba abrazar. Hasta que todo eso que había sido una suave curva en su cuerpo se tensó de repente. Un cansancio luminoso la invadió lentamente, con su efecto narcótico la hizo sonreír, apenas, con una cierta maldad incipiente, y un suspiro le brotó de la boca abierta, como un lamento, un quejido, un sollozo, durante unos doce segundos donde no estuvo de verdad en ningún sitio, ni en aquel bosque, ni sobre esa roca, ni el mundo.

Un momento después, Mariana apartó la mano que había estado oculta entre sus piernas, porque ya no tenía más nada que hacer allí. Y luego de unos segundos se atrevió a abrir los ojos, que era tanto como abandonar aquel lugar donde había estado y volver a ser quién era. Una lágrima le corrió por la mejilla. Tenía la mirada en lo alto de los árboles, como si quisiera quedarse allí, flotando en el aire; no entendía bien que había sucedido, pero comprendía que de algún modo se había transformado. Respiró profundamente. Estuvo inmóvil durante unos minutos, y sintió que debía hacer un esfuerzo para no quedarse dormida. Unas voces le llegaron con la brisa. Todavía con la cabeza echada hacia atrás, sintió que una luz se encendía en su interior, entre sus caderas y los pechos; y si todo no quedó en penumbras fue porque aquella luz la traspasaba, iluminando su cuerpo desde adentro hacia afuera, haciendo aparecer la roca donde estaba sentada, los pastos secos en la tierra alrededor, los ásperos troncos de los árboles que llenaban el suelo de sombras: la escena se montada sobre el escenario de un teatro colmado de gente, la actriz resplandeciente y desnuda, el público sumido en la más absoluta oscuridad, solo presente en los rumores que llegaban hasta el escenario, cuando la explosión final del aplauso rompió de algún modo el hechizo. Las voces se hicieron más nítidas, y comenzaron a formar algunas palabras de asombro. Ella se incorporó sobre la roca, miró a su alrededor, las vio: eran sus compañeras, todas ellas. La observaban. Las dos profesoras que comandaban la excursión también estaban allí, a metros de donde ella estaba sentada, sobre aquel escenario improvisado, aquella roca. Mariana las escuchó reír, gritarse cosas; estaban histéricas, perturbadas por el espectáculo que habían presenciado. Y fascinadas también, todas sus compañeras de clase. La profesora de las esclavas en las muñecas tenía una expresión algo tortuosa, con la boca un poco abierta, a mitad de camino entre la admiración y el escándalo; la otra profesora agitaba sus manos como si quisiera despejar el aire delante de su rostro, y la miraba con los ojos bien abiertos, podría decirse que desorbitados.




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