El placer revelado

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La empleada levantó la mirada para verla, y durante unos segundos estuvo así, como si además de la máquina que tenía a su lado ella también tuviera el poder de rayos X en sus ojos. Luego, con un gesto automático, le entregó el pasaje. Mariana se aclaró la garganta, le dio unos golpecitos a su cartera como si allí dentro también alguien se hubiese puesto muy nervioso, y volvió a acomodarse el pañuelo. Dijo Muchas gracias, y continuó su camino hacia las escaleras mecánicas que la llevarían a la planta alta del aeropuerto. Cuando la empleada la vio alejarse, presionó un botón debajo del mostrador, junto a la impresora por donde se expedían los tickets, y sin que Mariana se diera cuenta, la empleada de Iberia alertó al personal de Policía Aeronáutica. Un impulso eléctrico viajó por unos cables hasta un cuartucho oscuro en el subsuelo del aeropuerto, donde otro hombre a su vez presionó unos botones en una consola para hacer girar unas cámaras, y en las pantallas de los monitores de repente apareció la imagen en blanco y negro de Mariana un poco desorientada, porque no lograba encontrar la sala de embarque que le correspondía para poder abordar su vuelo. A través de un handy, el hombre describió el sector donde se encontraba la mujer sospechosa, describió el pañuelo que le envolvía el cuello y la cartera que colgaba de su brazo. Segundos después, mientras Mariana caminaba hacia el sector de pre embarque, dos hombres vestidos de civil se le acercaron, le pidieron que se detuviera, le preguntaron su nombre. Ella dejó de caminar, bajó los brazos junto al cuerpo, ahora la cartera le colgaba de una mano; no parecía sorprendida, tal vez ya se estaba acostumbrando a encontrarse con un tropiezo detrás del otro. Llegar a Barcelona resultaba mucho más complicado de lo que hubiera creído. Mostró la misma sonrisa impostada de antes, de plástico, obligada por las circunstancias, y se quedó en silencio. Los hombres ya sabían su nombre, ya sabían también hacia dónde se dirigía, pero querían saber más. Ahora le preguntaban si tenía reservaciones en algún hotel, le pedían que les enseñara sus documentos, le preguntaban adónde iría a quedarse las primeras noches, cuál era el motivo del viaje. Mariana intentó abrir su cartera, pero las manos se le enredaban en el cierre, y cuanto más se apuraba más imprecisos se volvían sus dedos, como si todos ellos quisieran sabotearla. Si conocía a alguien en Barcelona, querían saber los hombres de Policía Aeronáutica, si tenía sobrinos, hijos, un marido que la estuviera esperando allá.

Mariana escuchó las preguntas sin abandonar nunca esa sonrisa a la que se había obligado. Al principio no supo qué responder. Los hombres comenzaron a impacientarse.

¿A qué va para allá, señora? ¿Vacaciones? ¿Negocios? Preguntó el hombre de seguridad que se había quedado con ella, porque el otro se había apartado para hablar a través de un handy. Mariana miró a su alrededor. La mayoría de las personas pasaba a su lado sin darse cuenta de nada, pero algunos pasajeros se habían detenido para verla. Esto le dio mucha vergüenza, y de repente pareció encogerse sobre sí misma, hacerse más pequeña en aquel vestido blanco estampado con el dibujo de unas flores naranja que llevaba puesto.

Mariana levantó apenas la mirada.

Voy al mar, dijo.

Y en cierto modo era cierto.

No dijo: voy a Barcelona a ver el mar.

Sólo dijo: Voy al mar.

Porque sólo aquel era su destino, no la ciudad de Barcelona, sino su mar, lo que había dentro de ese mar, la oscuridad que existía debajo de su superficie ondulante y espumosa.




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