El placer revelado

17

Pronto aterrizarían en el aeropuerto de Barcelona, eran alrededor de las once de la mañana de un día viernes. Las azafatas recogían las bandejas mientras en el aire se mezclaba el olor caliente del café con distintos perfumes. Mariana se alisó un poco el vestido, se acomodó el pañuelo. No había dormido desde que había abandonado su casa, como si entregarse al sueño resultara alguna forma de claudicar. El avión tembló, se balanceó hacia la derecha, se escucharon algunos ruidos mecánicos, y luego volvió a su posición original. Era invierno también afuera, en el aire, y las nubes plomizas llenas de lluvia no dejaban ver la pista de aterrizaje, así que los pilotos utilizaban el instrumental del avión para estabilizar la nave y colocarse según las indicaciones que le llegaban al sistema de vectores. Al cabo de unos minutos, comenzaron a descender con más intensidad, los oídos de Mariana se taparon un poco, y cuando quiso darse cuenta ya rodaban por la pista de aterrizaje. Se escucharon algunos aplausos, y las azafatas se levantaron de sus asientos y comenzaron a recorrer los pasillos para asegurarse que todo estuviera bien. Entonces Mariana buscó dentro de su cartera y sujetó con fuerza el portarretratos donde llevaba la foto de Manuel. Todo sucedía muy rápido, los pensamientos tomaban de pronto la velocidad con la que el avión la había transportado por el aire, y ahora se volvían incontrolables también las emociones, como si algo dentro de ella se hubiese desprendido y corriese por el cuerpo en libertad. Tal vez por primera vez en su vida.    

Minutos después, Mariana descendió del avión, caminó por un túnel vidriado que de algún modo lograba flotar varios metros por encima del suelo, atravesó una sala enorme que parecía interminable, y cuando salió del aeropuerto las puertas automáticas se cerraron detrás suyo; un viento helado le erizó la piel, sólo llevaba puesto ese vestido liviano de algodón blanco estampado con dibujos de flores anaranjadas, y un pañuelo de seda alrededor del cuello. Era todo lo que había alcanzado a tomar antes de salir de su casa. No había pensado en el frío, o lo había pensado y no le había importado. De inmediato se acercó a un taxi que estaba estacionado a la espera de pasajeros. Se agachó un poco para verle la cara al conductor. Era un hombre gordo, con unos bigotes negros y gruesos.

Lléveme a la rambla, dijo ella. El conductor la miró por algunos segundos, la vio sin abrigo en pleno invierno, y algo le hizo pensar que esa mujer no tendría el dinero que costaba el viaje desde el aeropuerto hasta la rambla donde pretendía que la llevara; pero luego se fijó mejor, y finalmente el chofer presionó un botón para destrabar la puerta trasera del taxi y le permitió subir.

Viajaron en silencio, por un camino sin gracia que comenzó lentamente a rodearse de casas, y luego de edificios, y cerca de media hora más tarde llegaron al lugar que Mariana le había indicado. A un lado de la calle, la inmensa construcción de ladrillos del casino y del hotel Provincial, y del otro, una vereda anchísima, la Rambla, donde nacía la playa y daba comienzo al mar. El conductor detuvo la marcha, acercó el auto al cordón de la vereda, puso la caja automática en parking y se dispuso a esperar; creía que la pasajera solo quería ver la playa vacía de gente, la arena volando a causa del viento, las olas que rompían muy cerca de la orilla, levantando una espuma que duraba algunos segundos en el aire antes de desaparecer. Al cabo de unos momentos, la mujer le anunciaría una nueva dirección, y el chofer la llevaría al hotel en el que tendría hecha su reserva, donde podría refugiarse del frio del invierno, quitarse la ropa del viaje, comer algo en la habitación y pararse al fin bajo los hilos calientes de una ducha. Pero Mariana miró el precio que debía pagar en el aparato electrónico que marcaba el costo del viaje y le entregó al chofer su dinero. Luego se bajó del taxi, cerró la puerta y se quedó inmóvil por unos segundos junto al auto; se había acostumbrado al aire tibio del interior del habitáculo, y ahora le costaba adaptarse otra vez al frio, al viento que le cortaba la cara y pretendía robarle el pañuelo que se enloquecía alrededor del cuello. A pesar de todo, a pesar del viento y del frío, Mariana atravesó la rambla desierta, y comenzó a caminar rumbo a la playa.




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