El placer revelado

19

Cuando los policías llegaron, bajaron del patrullero y corrieron hacia la playa, pero solo encontraron un vestido, y más allá unos zapatos, y cerca de la orilla una cartera junto a un portarretratos vacío.

Algo de colores se movía en el aire, iba y venía por encima de los policías, se movía con la gracia de un pájaro de tela, como si tuviera vida propia, como si fuese el espíritu de seda que había acompañado todo este tiempo a Mariana. El pañuelo cayó muerto sobre la playa, justo cuando los policías se acercaban un poco más hacia la orilla y descubrían entre las olas eso que les llamó la atención.

Mariana sintió su cuerpo debajo del agua, todo su cuerpo, y escuchó el estruendo apagado del mar. Soportó el ardor en los ojos, el agua salada en la boca, la corriente que la arremolinaba y la empujaba hacia abajo, lejos de la superficie. Y se dejó llevar, sin oponer la menor resistencia, por esa extraña sensación de tranquilidad que la invadió por completo. Estaba allí, tan lejos del mundo, ahora, siendo ella misma, tan ella misma en ese instante, que abrió la mano, entonces, para dejar que la foto de Manuel se le escurriera entre los dedos.

Hasta que un momento después supo que ya era suficiente. Hizo el enorme esfuerzo por mover los brazos, que no respondían a causa de la hipotermia que comenzaba a dominarla, y cuando quiso impulsarse con las piernas sintió que ya no las tenía. Abrió los ojos, pero todo siguió siendo oscuro. Y, sin embargo, de a poco comenzó a recuperar algo de fuerzas, y el movimiento de las corrientes que antes la había sepultado hacia el fondo ahora la impulsaba hacia la superficie. Logró sacar la cabeza fuera del agua, y dejó que entrara aire nuevo dentro de su cuerpo. Vio el resplandor del sol detrás de las nubes oscuras, y dio unas brazadas más, y luego otras, y así, con gran dificultad, comenzó a acercarse a la orilla. El frio le había entumecido los músculos, y su piel se había cubierto de un color morado; cuando pudo hacer pie intentó mantener la vertical, pero cayó de rodillas sobre la arena dura y aplastada.

Los policías, atónitos, la vieron trastabillar y caer, y corrieron a buscar a esa mujer moribunda que salía del mar.

El portarretratos había quedado vacío, abandonado en la playa, y se cubría de arena.

La foto de Manuel se había perdido entre las olas.

Uno de los policías la tomó por los brazos, que caían ya sin fuerzas junto al cuerpo, y la acercó hasta la orilla. El otro policía la abrigó con su campera. Le hacían preguntas, otra vez preguntas como las que le habían hecho en el aeropuerto, y otra vez ella se quedaba en silencio. Segundos después la llevaron hasta el auto que había quedado con las sirenas encendidas, aunque no fue fácil llegar hasta allí; Mariana apenas podía levantar los pies que dejaban un surco en la arena, y trepar por las escaleras de piedras requirió que uno de los policías la levantara y la cargara a cuestas.

Cuando subieron, el auto arrancó de inmediato, dio un giro de ciento ochenta grados y se dirigió hacia el hospital que una operadora indicaba por radio.

Ya no podía sentir las manos ni las piernas. El agua resbalaba todavía por su cuerpo, mojaba los asientos, las alfombras del piso.

Ella pensó en Manuel. Y Manuel apareció desnudo, junto a ella, en la parte trasera de aquel auto de policía. La abrazaba, se abrazaban, sí, para dejar de tener tanto frio.

 




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