El placer revelado (nuevo CapÍtulo)

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La estación de Sants no le causó ninguna impresión positiva. No era cómo la había pensado, quizá porque no se parecía a la estación desde donde había partido; demasiada gente iba y venía por sus corredores, una serie de locales comerciales uno junto al otro despedían una fuerte luz blanca que la encandilaba, dando la impresión de no estar en una estación de trenes sino uno de esos modernos centros comerciales que había visto inaugurarse por la televisión. Cuando se detuvo frente a ellas, dos puertas de vidrio se abrieron solas; la brisa helada de la calle le erizó la piel. Es curioso que una delicada capa de aire en movimiento pueda detener el accionar de una persona, pero la señora Álvarez Jonét sólo llevaba puesto ese vestido liviano de algodón blanco estampado con dibujos de flores anaranjadas, más un pañuelo de seda alrededor del cuello. Era todo el escudo que había alcanzado a tomar antes de salir de su casa. Alzó la mirada, a unos cincuenta metros encontró una fila de autos estacionados. Caminó hacia ellos, se acercó a un taxi que estaba a la espera de pasajeros y se agachó un poco para verle la cara al conductor a través de la ventana. Era un hombre de mediana edad, tenía unos bigotes negros y gruesos, llevaba puesta una camisa blanca a rayas azules que se curvaban a la altura del abdomen. El chofer bajó el vidrio del acompañante, le dirigió su mirada.

La señora Álvarez Jonét dijo

-Lléveme a una playa alejada donde no pueda verme nadie.

El chofer escuchó y pareció sopesar esas palabras, su mirada se desvió hacia un punto infinito al fondo de la calle, como si examinara en su mente un mapa secreto.

Luego el pestillo de la puerta trasera del auto se destrabó como por voluntad propia.

Comenzaron a andar, primero delante y detrás de otros autos, que al salir de la estación ralentaron un poco su marcha; luego rodearon un parque donde un grupo de colegiales vestidos con un mismo uniforme se desordenaban a propósito; ahí el tráfico pareció digregarse un poco, permitirles una mayor velocidad; a un costado de la ciudad aparecieron por cientos de metros unas rejas interminables que limitaban una pista de aterrizaje; iban sin decirse nada, y tomaron por un camino recto y sin gracia hasta que el aire se volvió más húmedo, y trajo consigo el olor salado del agua que está viva. Cuando la señora Álvarez Jonét miró hacia el otro lado encontró la llanura celeste y ondulante que se unía lejanamente con el horizonte gris.

El auto se detuvo en una rotonda, de cara a una playa vacía de gente, muy cerca del mar.




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