Un sonido blanco, monótono, de las ruedas del autobús sobre el camino, las voces animadas y unas cuantas risotadas de sus compañeras se colaban dentro suyo y le entorpecían su pensamiento. Mariana intentó cerrar los ojos y abstraerse, pretendía envolverse a sí misma en la oscuridad de los párpados, pero no era fácil. Hacía al menos una hora que viajaban, tal vez un poco más, desde la puerta del colegio donde habían subido todas hacia el bosque a donde se dirigían, en las afueras de la ciudad. Desde aquella misma mañana, algo había comenzado a separarla del resto de sus compañeras, y sin darse cuenta le había bastado con girar apenas el cuerpo y darle la espalda al interior del autobús para sentir que se quedaba sola, un poco en el reflejo de la ventanilla por la que miraba hacia afuera, o incluso más allá, abrazada a su propia presencia en el veloz aire exterior que pasaba raudamente. En los últimos minutos, Mariana había visto a la ciudad deshacerse de a poco, volverse este campo llano de ahora, empobrecido, salpicado de casas bajas pintadas de blanco. El autobús tomó una curva cerrada, luego volvió a enderezar el rumbo. Mariana estaba interesada sólo en una cosa, en poder recordar palabra por palabra aquel artículo que había encontrado días atrás en una de las revistas por suscripción que le llegaban a su madre, y que ella escondía debajo de la cama para leer a escondidas cuando se quedaba sola; ahora esas palabras confusas adquirían múltiples sentidos, lo cual significaba que seguía sin entender del todo a qué se referían. El artículo comenzaba así:
Muchas mujeres confiesan no haber experimentado un orgasmo en toda su vida.
Mariana alzó despacio su mano derecha, para no llamar la atención de nadie, y la apoyó contra la superficie plana y fría del vidrio de la ventanilla; luego vio sus dedos, el índice y el anular, largos y delgados, hechos para eso, juntos y estirados, y los recorrió detenidamente con la mirada, como si fuesen un objeto ajeno a su cuerpo.
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