Mariana se fijó a su alrededor, algunas de sus compañeras cantaban una canción que interrumpían a cada estrofa para reírse entre ellas, y el resto conversaban en voz alta, casi a los gritos, por encima de la canción.
Un momento más tarde volvieron a detenerse, esta vez en una explanada hecha de pequeñas piedras blancas. Desde aquel punto, todas las alumnas y sus dos profesoras debían seguir a pie. La puerta del autobús se abrió con un zumbido de aire comprimido, similar al sonido de un efecto especial propio de una vieja película de ciencia ficción, que, por supuesto, ninguna de esas chicas había visto jamás en su vida, y las alumnas bajaron del autobús inmersas en risas y comentarios que nada tenían que ver con la botánica. Por el ruido que hacían ahora, todas juntas, aquellas diecisiete chicas alteraban de un modo impertinente el silencio camuflado del bosque que las rodeaba, mientras que el chofer, único hombre en el grupo, y por consiguiente persona invisible y a su vez extraña, había apagado el motor y se acomodaba ya en los asientos del fondo del autobús para dormir una siesta, al menos hasta que la excursión hubiera terminado. Una de las profesoras alzó los brazos y golpeó sus palmas para llamarles la atención. Era una mujer delgada, no muy joven, con demasiadas pulseras esclavas en las muñecas, que al agitar las manos hizo que se chocaran entre sí mezclando sus colores, y un sonido a madera hueca, similar al de un instrumento rudimentario de percusión africana se escuchó levemente en el aire. Cuando logró que alguna de las alumnas la miraran, elevando la voz todo lo que pudo, a modo de advertencia, dijo:
No quiero que nadie se aparte del grupo, pueden alejarse para buscar las especies que vinimos a buscar, pero no demasiado. ¿Han entendido?
Cada una de sus alumnas debía buscar distintos tipos de hojas, lobuladas, hendidas y aserradas, clasificarlas, guardarlas en una bolsa, y fotografiarlas luego para armar un informe digital. Entonces las alumnas de cuarto año comenzaron a caminar hacia el interior del bosque, la profesora que había hablado antes las guiaba, mientras que la otra profesora, un poco mayor que su compañera y por ende algo más lenta, se retrasaba a propósito para ser la última y cerrar la fila.
El sendero amplio por donde ahora caminaban refulgía a causa de los rayos de luz solar que caían en láminas rectas por entre la fronda de los árboles, dando la impresión de que esa luz blanquecina nacía del sendero mismo, dejando el resto del bosque a su alrededor sumido en una penumbra espesa, llena de sombras, donde el canto de pájaros ocultos y el chirrido de algunos insectos armaban una sinfonía por lo menos misteriosa. En ese preciso momento, el chofer del autobús se incorporó en el último asiento, a través del vidrio trasero vio alejarse al grupo que había llevado hasta ahí y calculó que tardarían en regresar no menos de tres horas; después de pensarlo unos segundos, sacó del bolsillo una petaca metálica, se desabrochó el pantalón y se quitó los zapatos.