Al cabo de unos segundos comprendió lo que sucedía. Una rama gruesa había caído al suelo, nada más que eso, y la imagen del chofer y de aquel hombre se desvanecieron en el aire. Respiró profundamente, se burló de ella misma por el susto que había sentido, y dio una vuelta completa en puntas de pie sobre donde estaba parada, pirueta de bailarina, y se rio otra vez, de la pirueta y del bosque y de ella misma. Si no estaba asustada, se preguntó entonces qué era aquella sensación que la ponía en estado de alerta, y al escuchar el eco de su risa volvió a quedarse en silencio; a través de la suela de los zapatos sintió la tierra seca y fría del sendero, las sensaciones la atravesaban de un modo vertical, de la cabeza a los pies, o viceversa, y todo parecía más nítido ahora, sus ojos se habían acostumbrado a los claroscuros del bosque, con esa confianza nueva que se alcanza de prisa y luego de sortear ciertos peligros. Fue cuando descubrió, a un costado cerca suyo, una roca enorme, de un color blanco pálido, de un metro de circunferencia, como si fuese el inicio de una esfera todavía sin tallar, con sus superficies irregulares y aplanadas, que hacía pensar en una gigantesca piedra preciosa en cuyo interior habría quedado atrapada la luz. Era un objeto ridículo, que llamaba su atención, y en cierto modo gracioso, no porque causara risa sino porque no pertenecía al bosque, y eso convertía al hallazgo en algo peculiar, el objeto depositado en un lugar donde no debería haber estado nunca. Mariana miró la roca por un momento, en el que supo que el bosque entero estaba vivo y la rodeaba; supo esto con cierta paz, aunque parte de ella seguía en estado de alerta. Al principio dudó en acercarse, pero al fin se fijó por donde pisaba y se salió del angosto sendero, a pesar de la amenaza de que algún insecto oculto entre los pastizales la picara, pero también la distraía y la protegía de ciertos otros pensamientos. Se preguntó cómo habría llegado esa piedra hasta allí, la imaginó rodar desde la cima de alguna montaña desaparecida siglos atrás, caer desde la inmensidad del cielo como un meteorito que rompiera el aire e incendiara el bosque en tiempo remotos. Ahora ella tocaba esa roca, pasaba la palma de su mano por la superficie porosa, sentía su forma, sin verla en realidad, porque en algún momento había cerrado los ojos; la piedra se formaba en su mente, en un espacio negro y vacío, una capa de finísimo polvo se desprendía permitiendo que su mano se moviera con facilidad, hasta que sintió que sus dedos se topaban con una arista filosa, y su mano pareció detenerse; era la piedra que pedía que fuese más despacio, y ella así lo hizo, y las formas de la roca volvieron a dibujarse detrás de los párpados, sobre lo negro y lo vacío, donde antes no había nada, como si ese espacio en su mente hubiese estado esperando el contacto de la mano con esa piedra desde siempre. No pudo saber cuánto tiempo había pasado, si algunos segundos o minutos enteros, y en ese momento ella comprendió que algo se rompía dentro suyo, y se abría, sin esfuerzos, algo que había estado intacto antes de entrar al bosque. Lo supo de un modo confuso, y lejano, y sin embargo no tuvo dudas, aunque no sabía con certeza qué era eso que sucedía en su interior, con cierto carácter, y se llenaba de luz; una luz tibia y resplandeciente que la hacía sonreír, de una forma nueva. Ahora parecía detenerse, haber encontrado su forma ya, su color, su olor, su tiempo, y quedarse así, sublime y perfecto, y sin embargo imperceptible. Ella cambiaba, algo dentro suyo cambiaba, se hacía nuevo. Era ella—seguía siéndolo— y ya no lo era más.