Pronto un cosquilleo se hizo temblor, muy dentro de ella, la respiración se le aceleró, Mariana arqueó aún más la cabeza hacia atrás, como si alguien le tirase del pelo, y su boca se abrió y se llenó con un gemido grave y apagado, como la música de un animal oculto. Quiso llevarse una mano a un pecho, pero supo que al hacerlo podría caerse desde aquella roca, y deseó entonces que alguien más se lo apretara, fuertemente, que le apretaran los pechos que se ocultaban todavía detrás de esa tela blanca de la camisa, cuando los dedos que se movían con una voluntad que parecía propia se doblaron, húmedos ya, y entraron en ella. Ciegos, sus dedos, buscaban algo que se les escapaba, que se ocultaba entre sus piernas, dentro de su cuerpo, algo diminuto y eléctrico que se dejaba y no se dejaba encontrar, y que de pronto ya no estaba sólo ahí, sino que se expandía por todo el cuerpo, y le regaba el cuello y los hombros, y también los brazos, y los muslos y las piernas, y llegaba hasta la punta de los pies con una luz caliente y dorada, que le provocaba a su vez una hermosa sensación de liviandad. Flotaba, ahora, Mariana, sobre aquella roca. Sentía que flotaba. Y todo en su cuerpo se volvió una suave curva, el cuello, la espalda, las muñecas, los muslos, las piernas. Su mano presionó sobre el vientre, hasta que le faltó un poco el aire al agitarse, y con los ojos cerrados entró en esa oscuridad de color carmesí y textura algodonada, donde aparecían esos trazos iluminados que se formaban en un instante, y que tardaban algunos segundos en desvanecerse. Y en ese intervalo de tiempo, aquellos trazos dibujaron las partes inconexas de otros cuerpos, de hombres y de mujeres, sin demasiado sentido, que se acercaban en aquella oscuridad como si notaran su presencia, y se estiraban para querer tocarla antes de desaparecer por completo. Entonces sus dedos se movieron nerviosos, a mayor velocidad, dando círculos, pequeños círculos, como si hubiesen encontrado de repente eso que buscaban. Con el frenesí de un rito, ella comenzó a temblar, y sintió miedo, y luego emoción, y también placer; entonces sintió todo eso al mismo tiempo; era un miedo nuevo y distinto, que llevaba dentro de sí mismo ese placer desbordante y delicado, la suma de todos esos otros placeres que ya había experimentado antes, pero nunca todos juntos y al mismo tiempo: un viento frio en la cara, una gota dulce en la punta de la lengua, el roce de una tela delicada sobre la espalda, un agua tibia bajo los muslos, el sonido de una risa, –y su nombre en el aire dentro de esa risa—, y un olor a tierra joven, a flores de montaña, y ese gusto en la boca, ahora, que traía todo lo anterior: un sabor a piel caliente y a saliva.