-Aquí debo tenerla, respondió la señora Álvarez Jonét cuando la empleada detrás del vidrio le pidió su tarjeta dorada.
Sus dedos buscaron ciegos dentro del bolso de mano, sin encontrar por el momento lo que la empleada del Renfe le pedía. Su mirada había quedado detenida unos segundos en el reflejo de aquellos mismos ojos de cristal, desde donde azorada se observaba a sí misma. De súbito comprendió que eso que había planeado tan solo la noche anterior ya comenzaba a hacerse realidad, el estar aquí presente en esta estación de trenes. Y con aquel pensamiento llegó hasta ella un vértigo invisible pero palpable, que le trepó por las piernas y le apretó el estómago sin misericordia. Había estado tantos días en silencio que su propia voz la sorprendía.
-¿La tiene? Volvió a insistir la empleada.
Entre la superficie plana del mostrador y el canto del vidrio que volaba unos centímetros por encima la señora Álvarez Jonét deslizó lentamente su mano para acercarle su tarjeta dorada.
-Okey, dijo la empleada del Renfe. Veamos. Barcelona dijo usted… Barcelona… Si. Hay un tren que parte en menos de cuarenta minutos.
La Señora Álvarez Jonét asintió en silencio. Los dedos largos y finos de la empleada comenzaron a moverse sobre el teclado de su ordenador a una velocidad considerable, cosa que hubiera llamado sin duda la atención de la señora Álvarez Jonét sino hubiese estado todavía enredada entre estas sensaciones que amenazaban con desbordarla.
-¿Va a querer pasillo o ventanilla?
La señora Álvarez Jonét no había pensado en eso. Había pensado en todo menos en eso. Aunque le daba lo mismo, sólo por el hecho de poder esconder la mirada durante el viaje del resto de los pasajeros, dijo
-Ventanilla, si es posible. Por favor.
La empleada volvió a su ordenador, miró la pantalla que tenía enfrente. La señora Álvarez Jonét se preguntó si estaba a tiempo de arrepentirse. En qué punto, a qué distancia de la casa que había abandonado, ya no había vuelta atrás. Sin embargo, propio de esas decisiones que se toman sin pensarlas dos veces, o sin pensarlas siquiera, y que se vuelven en cierto modo irreversibles, la señora Álvarez Jonét tuvo la certeza de que hacía lo correcto.
Se acomodó el pañuelo alrededor del cuello, y volvió a guardar la tarjeta en el bolso de mano, donde llevaba también el portarretrato con la foto de Manuel.
A todo esto, la empleada del Renfe se había mostrado diligente y profesional, pero también le había llamado la atención dos cosas. Que la pasajera no despachara ninguna maleta, y que tampoco abandonara nunca esa media sonrisa impostada y nerviosa. Un tercer detalle la hizo decidirse; el modo en que esa mujer aferraba su bolso de mano, como si llevara ahí dentro algo muy preciado o peligroso.
-¿Hay algún problema? preguntó la señora Álvarez Jonét intentando sonar lo más cordial posible.
Hablaba con ese hilo de voz que tenía ahora, por haber llorado tapándose la boca con las manos durante el viaje en autobús, y que la hacía ser esa persona que era en aquella estación de tren.
-Si me permite voy a chequear algunos datos, contestó la empleada sin sacar su atención de la pantalla que tenía enfrente; un fulgor verde fluorescente le bañaba el rostro, dándole un aire un tanto alienígena a su jovial y prolija belleza. Pero lo importante no era eso, sino que la señora Álvarez Jonét comenzaba a sospechar que tal vez no la dejarían subirse a ese tren. De algún modo habían adivinado sus intenciones.