-Necesitamos llegar a Barcelona, dijo para excusarse de algo que no sabía bien qué era.
Lo dijo casi en un susurro, como si este viaje fuese un secreto también para ella misma.
La empleada levantó la mirada para verla, durante unos largos segundos.
-¿Necesitamos? repitió.
Era inútil intentar una explicación, la señora Álvarez Jonét lo supo de inmediato. Temió entonces que no fuesen a permitirle comprar ese boleto; sin embargo, con un gesto automático, la empleada le entregó el pasaje. La señora Álvarez Jonét le dio las gracias, algo sorprendida hay que decir, aunque la empleada no llegó a escucharla.
Comenzó a caminar sin saber en realidad hacia donde debía dirigirse, con la tibia satisfacción de saber que la segunda parte de su plan acababa de realizarse. Y con toda la naturalidad que su actuación le permitía, dadas las circunstancias, como si ésta no fuese la primera vez en toda su larga vida que se alejaba de su pueblo natal, atravesó el hall central de la estación buscando el andén que indicaba su boleto. Sus impulsos, los de abandonar esto que hacía y regresar a su casa, no lograban por el momento traicionarla del todo, como si se trataran de un león enjaulado aquellos nervios, y ella consiguiera dominarlos látigo en mano parada sobre un endeble taburete. Entonces le dio unos golpecitos con el canto del billete al bolso que llevaba colgando del brazo, como si quisiera tranquilizar con ese gesto a ese hombre ahí dentro que sonreía en la foto.
Se sentía ahora un tanto aliviada, pero no del todo, en esta pausa que existía hasta que el tren partiera y la alejara de ahí. Ya había sido suficiente ajetreo aquellas horas nocturnas dentro de aquel autobús destartalado que la había traído desde el pueblo hasta la estación, evitando la señora Álvarez Jonét en todo momento fijarse en esos monstruosos edificios que se alzaban ni bien entraron a la ciudad, y que amenazaban en su brutalismo de hormigón elaborado con derrumbársele encima. Alzó la mirada, sin detenerse. Vio los techos altos, abovedados. Se preguntó para qué tan altos, si los trenes andaban por el suelo. Creía, la señora Álvarez Jonét, que atravesaba el hall central de la estación sin llamar la atención de nadie, pero se equivocaba.