Escuchó el sonido de sus pasos que se amplificaban en el aire, dejó esa primera sala y entró en la segunda, aún más espléndida, y en un primer momento no pudo ver nada, pero cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra descubrió que el techo quedaba a una altura que no había visto nunca. Una inmensa tela colorada colgaba en el fondo, sobre un escenario de pisos de madera con forma semicircular, y todas esas butacas vacías, forradas en terciopelo bordo, que parecían repetirse hasta el infinito. Se quedó quieta, porque todo en aquel lugar estaba así, inmóvil y en silencio, y sin que pudiera darse cuenta del todo, la pequeña Mariana comprendió en aquel momento que, por más rodeada que estuviera en la vida, siempre iba a estar un poco sola.
Al principio no lo vio, solo escuchó un ruido cerca suyo y después un jadeo como de perro cansado. Luego sí pudo verlo bien. Un hombre estaba sentado en una de esas butacas, a unos cinco metros de distancia, con las dos piernas levantadas apoyadas sobre el respaldo de la fila de adelante. La miraba fijamente, de costado, con la boca un poco abierta y los ojos arrugados como si intentara verla mejor. La pequeña Mariana no se asustó. Le llamó la atención esos dos puntos brillantes en la oscuridad, que la miraban del mismo modo que otros ojos en la calle ya la habían mirado antes, furtivamente, como si estuviesen encendidos y muertos al mismo tiempo. El cuerpo del hombre se sacudía un poco para adelante y para atrás, como si temblara o estuviese enfermo. Tenía los pantalones bajos, arremangados en los tobillos, y se le veían las piernas desnudas. El hombre alargó el brazo para llamarla, pero la pequeña Mariana ya corría hacia la luz que veía desde la calle, pasaba a los tumbos por entre el cerco de obra y atravesaba la plaza rumbo a su casa.
No le había contado nunca a nadie esta historia, y no había vuelto jamás a ese teatro, incluso cuando lo habían inaugurado con bombos y platillos en un acontecimiento que abarcó al pueblo entero de Colonia Vela. Y siempre que caminaba por esa calle, aunque ya hubieran transcurrido muchos años, apuraba el paso o se ponía a correr.
Mariana no supo bien por qué recordaba todo eso ahora, era la primera en llegar a esa sala de pre embarque, así que se sentó al fin en el primer asiento más cercano y se dispuso a esperar. Le temblaban las manos, no había comido nada desde que el micro se había detenido en medio de aquella ruta desolada, donde había aprovechado para ir al baño y tomar un café de porquería en el bar de la estación de servicio; ahora no se atrevía a moverse por miedo a perder el vuelo, que el avión de pronto comenzara a carretear por la pista y la abandonara allí. Por nada del mundo le quitaría la vista de encima a la bocha metálica del micrófono por donde otra empleada de Iberia debería anunciar el vuelo número mil ochocientos dieciséis rumbo a la ciudad de Barcelona.
Un momento después, la sala de pre embarque se llenó de gente, como si todos los pasajeros hubieran llegado casi al mismo tiempo, y minutos más tarde, Mariana ya caminaba a través de aquel túnel vidriado que se movía con el viento, agradecía la bienvenida de la azafata, y al entrar en la aeronave sintió en el aire un olor dulce y pesado que corría a través de los ductos de ventilación. Caminó unos breves pasos más, y se acomodó en su asiento. Se abrochó el cinturón de seguridad, y estuvo tentada de quitarse los zapatos, pero no lo hizo; se le revolvían las tripas del hambre, sin embargo intentaba mantener la sonrisa, como si alguien fuese a aparecer de repente para tomarle una foto.