No era de extrañar que esos dos hombres no comprendieran sus palabras. En consecuencia, se quedaron viéndola otra vez en silencio; tenían enfrente a esta señora mayor, con su vestido floreado, su pañuelo de seda color verde agua, sin ningún equipaje a la vista más que su bolso de mano y un boleto de tren. No lograban categorizarla entre una simple pasajera o alguien digno de ser un sospechoso, así que, por lo tanto, durante los segundos que la tuvieron retenida, los policías buscaron entre los pliegues de sus gestos la pista que los condujera a la decisión de dejarla o no seguir con su camino. Se preguntaban, cada uno de los dos, y a su modo particular, sin decirse nada entre ellos, qué habría despertado la alerta en la empleada que había solicitado su ayuda, y en aquel sentido el accionar de la señora Álvarez Jonét resultaba confuso, en parte por la manera en que ella escondía su mirada a causa de esta tristeza que se le había pegado tiempo atrás a los huesos. Desde la partida de Manuel, o incluso unos menos antes, desde que Manuel había aceptado su partida, sin que hubiese sido necesario para él decir una sola palabra, pero hablando desde el fondo de sus ojos, la señora Álvarez Jonét llevaba una braza dormida que se avivaba ahora en los momentos en que el mundo y sus detalles le recordaba que se había quedado sola. Este dolor funcionaba como una red invisible, y elástica, que intentaba retenerla dentro de los muros de su casa, con el dolor que le infligía, y que era capaz de estirarse también por los caminos de piedra en los alrededores de su pueblo natal, y aún mucho más lejos en caso de que fuese necesario, hasta lograba alcanzarla en esta misma estación de trenes delante de estos dos policías. Entonces Manuel apareció multiplicado en todas aquellas pantallas que anunciaban los horarios de partida y de llegada; adonde la señora Álvarez Jonét miraba encontraba su imagen, al hombre con el que había compartido su vida; ahí estaba Manuel, sólo para ella, la veía del mismo modo que la acompañaba desde la foto que llevaba en su bolso de mano, en todas esas enormes pantallas sujetas a los muros de la estación, con los mismos ojos achinados con que la había mirado siempre. Entonces el recuerdo de aquella tarde se le vino encima, y la señora Álvarez Jonét se encontró de pronto en esa pequeña habitación de hospital; Manuel sentado al borde de la cama, aquella última vez, con el poco aire que le quedaba todavía en el cuerpo, la luz amarilla de la tarde acorralada en una esquina por el suelo, sus pies en el aire, las rodillas desnudas, las manos sobre las piernas, un poco siendo otra vez el niño que había sido, cuando le habló pausadamente, su voz se había vuelto frágil y también ingenua, dijo eso de querer conocer aluna vez el mar, ese mar, lo había querido siempre, sumergirse al menos una vez allí, poder hacerlo incluso después de haberse ido.