Luego su imagen se desdibujó de a poco, volvieron a aparecer en las pantallas los horarios de los trenes. La señora Álvarez Jonét estaba por rendirse, ya no tenía fuerzas para esgrimir ninguna resistencia frente a esos dos oficiales de la Guardia Civil, parados los tres a un costado en uno de los corredores de la estación. Los hombres de seguridad volvieron a mirarse entre ellos; le devolvieron sus documentos, luego se retiraron. Más tarde elevarían un informe que no diría nada en concreto, antes de eso irían a mendigar un café y algún bocadillo al único bar que permanecía abierto.
Cuando la señora Álvarez Jonét llegó al andén que le correspondía, no había nadie más a su alrededor, y de pronto temió estar equivocándose de lugar, así que hurgó en su bolso para ver el pasaje. Notó que le temblaban un poco las manos, no había comido nada desde que el micro se había detenido en medio de aquella ruta desolada, donde había aprovechado para ir al baño y comer un bocadillo en la gasolinera.
Ahora no se atrevía a moverse por miedo a que el tren la abandonara allí.
Y un momento después, el andén se llenó de gente, como si todos los pasajeros hubieran llegado casi al mismo tiempo.
Minutos más tarde subió al vagón. Un aire dulce y pesado corría a través de los ductos de ventilación cuando ella caminó unos breves pasos más y se acomodó en su asiento. Nadie se sentó a su lado, por suerte o por desgracia.
El golpecito del primer empuje la sorprendió. El tren comenzó a rodar.
Sus dedos buscaron dentro de su bolso la superficie lisa del portarretratos, y al mirar por la ventanilla, del otro lado del vidrio, el andén se llenó de imágenes viejas. El afuera se desprendió de su mirada, ella un poco se quedaba también allí, en aquella estación, pintada en ese tono color sepia, en estos precisos segundos en el que el tren abandonaba la estación, abandonándolo todo. Y quebradiza, a sus espaldas, como a punto de deshacerse ya, el tren la alejó de aquella vida que había compartido durante tantos años con Manuel.