Algunas horas después, cuando la noche se hace presente de múltiples maneras alrededor de Mariana, el doctor Y. estaciona su automóvil de origen alemán dentro de la cochera de su casa, ubicada en las afueras de la ciudad, junto a otro automóvil un poco más antiguo pero de igual origen, el automóvil de la mujer del doctor Y. Mariana alza la mirada, está sentada en su living, en el sillón donde se ha sentado el doctor Y. horas atrás, y mira el cielo raso blanco por encima de su cabeza, la pared blanca que tiene enfrente. El motor del coche se apaga, luego se apagan las luces, pero el doctor Y. no baja, permanece ahí dentro, con la mirada perdida más allá del volante. Está cansado, ha manejado unas cuantas horas, no porque el apartamento de Mariana quede tan lejos de su casa, sino porque cada vez que el doctor va a visitarla, cada tres meses, siente la necesidad de salir a la ruta, o al menos de no regresar de inmediato a su casa. Mariana pasa la mano por el apoyabrazos del sillón, siente en el vientre una tibieza que la acompaña, aunque sabe que aquella sensación se irá desvaneciendo a lo largo de la noche. El doctor Y. comienza a salir del trance en el que ha estado por las últimas tres horas, manejando su auto por la autopista que lo vio ir y venir varias veces, en completo silencio, con la radio apagada, dentro del murmullo gris del roce de los neumáticos contra el pavimento, con la mente vacía, la concentración al mínimo para evitar un accidente, envuelto en una especie de ensoñación hecha de culpa y desconcierto. Entonces Mariana alza la mano, ve su mano en el aire ahora, el doctor Y. baja del auto y camina hasta la puerta de su casa que parece abrirse sola cuando él se acerca. Mariana recuerda, o cree recordar, la mano del doctor Y. acercándose a su cuerpo. El doctor Y. abre los brazos y se predispone a recibir con familiar alegría a su hija más pequeña que corre a su encuentro. Mariana cierra los ojos, eso que ahora imagina cobra fuerza y la aplasta sin compasión, detrás del abrazo de esa pequeña niña aparece una sombra mayor que se detiene bajo el dintel de la puerta. Mariana pretende no llorar, pero la emoción y el desasosiego la desbordan. El doctor Y. en cuclillas se quita el pelo rubio y finísimo de su hija de la cara, alza la mirada y encuentra los ojos cálidos de su mujer.
Cuando Mariana logra recomponerse, de algún modo, se acerca a la mesa del living, y por un momento sostiene la taza en la que el doctor Y. ha bebido su té; es un cáliz lo que ahora tiene entre sus manos, un objeto sagrado que debe preservarse. Con sumo cuidado lleva la tasa hacia la cocina, abre una de las puertas de las alacenas, y aunque ya no quede mucho más espacio, guarda esa tasa sin lavar junto al resto de las otras tasas sin lavar que el doctor Y. ha utilizado en visitas anteriores. Mariana sale de la cocina, regresa al living, entra a su dormitorio. Sabe que es una de esas cuatro noches al año en que le bastará con cerrar los ojos para poder quedarse dormida.