Al día siguiente, Mariana hizo lo que siempre hacía cuando el doctor Y. pasaba a visitarla. Se despertó antes del amanecer, en un lugar extraño que al principio no reconoció. Le dolía la espalda y las piernas, y como pudo se incorporó y se quitó la ropa con la que había dormido; se dirigió hacia el baño, y sin encender la luz se paró bajo los hilos invisibles de la ducha abierta; a oscuras, al terminar, se secó hasta el último centímetro de su cuerpo, luego regresó a su cuarto, y en la penumbra se vistió, y se alisó el pelo que le cubrió los hombros. Más tarde almorzó algo liviano. No importa qué. Y más tarde aún, preparó la tasa de té con la que solía esperar al doctor Y. La dejó sobre la mesa, humeante, la tasa dentro su platito de porcelana, la cuchara a un costado, y se fue a se sentar en los sillones del living, desde donde podía contemplarla.
Cuando el atardecer, ya no quedaba casi nada de luz en el cielo, y Mariana se convenció tristemente de que el doctor Y. no vendría ese día a visitarla. Se convenció poco a poco, porque le parecía ver en el aire, entre el sillón donde estaba sentada y la mesa del living, la figura traslúcida del hombre que no había venido a verla, estando ahí de pie, en medio de su living, levantando y dejando otra vez la taza en su lugar, luego de haber tomado un sorbo de té. La idea de haber pasado los últimos tres meses esperándolo se había cristalizado y hundido en el pecho, tomando con los días una forma peligrosa, como la piedra de un diamante en bruto lleno de aristas filosas que la cortaba ahora por dentro; con certeza Mariana supo que ya no vendría nunca más a visitarla. Entonces hizo algo que no había pensado nunca hacer; caminó sin prisa hasta la mesa del living, se detuvo y observó la taza, la halló inerte, como dibujada sobre el mantel, su contenido liso y oscuro, y la alzó; ya se había enfriado el té. Con largo y tembloroso movimiento, que le rebalsó las comisuras de los labios y le manchó el vestido, lo bebió de un tirón. Al cabo de un momento, con cuidado de no romperla, volvió a apoyar la taza sobre la mesa, en su platito de porcelana. Y el silencio que la había acompañado todo este tiempo se quebró de repente, en mil pedacitos, que cayeron líquidos y estrepitosamente todo a su alrededor.
Más tarde, Mariana emprendió la tarea de doblar sobre la cama y guardar su ropa, los adornos de las repisas, la vajilla y las cacerolas, algunas macetas pequeñas, un álbum con fotos, los cuadros que colgaban en las paredes, el portarretratos junto al teléfono, el teléfono que desconectó de un tirón de la pared, haciendo saltar la ficha de plástico que rodó y se perdió bajo una silla; todo eso guardó, Mariana, con la paciencia que requieren las cosas definitivas, en grandes cajas de cartón, como tótems una sobre la otra, diseminadas todas por el suelo. Le llevó varias horas el asunto, que transcurrieron en silencio, como si nadie estuviese haciendo nada ahí dentro, hasta que sólo quedó un apartamento lleno de muebles vacíos.