Rueda el cubo y en una de sus caras ya no estoy en la cocina sino delante de unas escaleras que conducen a la planta alta de la casa, un silencio baja del piso superior y se extiende por todo el living, ya no escucho ladrar al perrito blanco, no escucho los ruidos de mi padre en la cocina, la casa está vacía de gente, y sin embargo algo me llama desde la planta alta de la casa, me llama a través del silencio que baja por las escaleras, pero yo no me atrevo a subir, tengo miedo, ésta es mi casa, pienso, debería ser mi casa, debería no tener miedo, y sin embargo no me atrevo a subir las escaleras.
Lo que me cuenta mi hermana es que un día comenzó a sospechar, a hacer preguntas respecto de nuestro pasado, a cuestionar a nuestro último padre que decidió no hablar, porque prefirió seguir diciendo lo que nos había contado siempre. Entonces ella dice que escribió cartas, que pasó noches sin poder dormir, que fue a reuniones y que hizo llamados telefónicos, que golpeó puertas, que sufrió a escondidas para que yo no sufra. Así encontró la verdad de nuestros padres. La razón de por qué ese hombre, cuyo rostro era un misterio para nosotros, nos había abandonado, a mi hermana y a mí; como la razón de por qué mi madre, que no era más que un nombre de pila, se había ido tras él. Yo tenía dieciocho años, ella veintidós cuando lo supimos. Debo confesar que no la ayudé en nada durante aquel proceso, peor aún, creo que deseaba en secreto que fracasara y que sus sospechas fuesen un delirio, o que al menos ella desistiera en su intento de buscar nuestra verdadera identidad. Y un día nos abrazamos en la calle, y nos pusimos a llorar; un momento antes, un empleado estatal le había entregado una carpeta amarilla, en una oficina de paredes grises con estantes abarrotados de carpetas amarillas como la nuestra. Llovía, dice ella. Un agua tibia. Es lo único que recuerdo, porque mi hermana me lo cuenta cada vez que nos vemos, aunque hace mucho que eso no sucede. Entonces aquel día nos despedimos de la vida que llevábamos hasta ese momento, y todo cambió para los dos. Yo, en particular y sin saberlo, me despedía de todos mis recuerdos, y de mi último padre: mi memoria dejó de funcionar, aquella tarde, en aquel instante preciso cuando me separé de los brazos de mi hermana que me apretaban con fuerza el cuerpo. Y mis recuerdos, todos ellos, se deshicieron sin remedio, un botón invisible fue presionado dentro de mi cabeza, gesto automático de auto protección o de supervivencia, como si me arrancaran de mi cuerpo antiguo para vestirme con un cuerpo igual, nuevo y vacío.
Desde aquel entonces ya no tuvimos contacto con nuestro último padre. Nos fuimos de la casa donde nos habíamos criado, esa misma noche. La casa que ahora nos hereda con su muerte. Y no volvimos a hablarle nunca más.