Rueda el cubo y en una de sus caras mi hermana me tiende la mano, me ayuda a terminar de subir las escaleras, ahora la veo con su vestido blanco y sus zapatos blancos, yo me veo a mi mismo vestido con mi uniforme de colegio, y estamos en la planta alta de la casa donde hay tres puertas, una lleva a la habitación de mi padre, donde no tenemos permitido entrar, la otra lleva al escritorio de mi padre, donde tampoco tenemos permitido entrar, y la última puerta conduce a nuestra habitación, y es esa puerta la que está entornada, a la que nos acercamos y terminamos de abrir, y es cuando entramos al cuarto para descubrir en su interior esa cosa enorme, inexplicable, negra y adormecida.
Salimos del aeropuerto y tomamos un taxi, viajamos en silencio por la autopista rodeados por otros autos, vemos la mancha verde del césped junto al asfalto, los carteles que anuncian productos para turistas recién llegados, como lo es ella ahora, vemos una villa miseria y un puesto de peaje, otro puesto de peaje, y minutos después la bajada de la autopista. Ahora entramos en la ciudad, y andamos un buen rato así, sin decirnos nada. Nos detenemos cada tanto en algún semáforo, que por suerte duran apenas un minuto, porque es ahí cuando el silencio se hace de verdad incómodo, se cruzan por un instante las miradas, pero el auto se pone otra vez en movimiento y el motor vuelve a su rugido y nos protege; entonces volvemos a mirar a través de la ventanillas, como si de este modo nos alejáramos el uno del otro, como si no viajáramos los dos en el mismo taxi; es que no ha aterrizado aún el avión que la trajo a mi hermana a Buenos Aires, no me ha llamado ella por teléfono en medio de la noche, mi padre sigue vivo, no ha muerto nuestro último padre, no nos ha heredado la casa donde nos hemos criado. Y así logro mantener todo eso lejos, nebuloso, pero con vida.
Son las palabras de mi hermana las que ponen en marcha mi mente, las que ordenan los acontecimientos. El taxi se detiene frente a la casa que venimos a ver, y ninguno de los dos se atreve a bajar del auto, a quebrar aquel aire invisible que nos posterga de lo que vamos a encontrar allí adentro, en la casa que nos hereda nuestro padre. En estos últimos minutos algo en nosotros ha cambiado, no podemos saberlo o no podemos saberlo con certeza, pero algo ha cambiado. En el rostro de mi hermana, puedo notarlo de inmediato, se ha borrado aquella sonrisa con la que nos encontramos en el aeropuerto, fabricada minutos antes de que las ruedas del avión tocaran la pista de aterrizaje; algo dentro suyo ha viajado en el tiempo, y aparece ahora tristemente por los ojos. El taxista nos pide que le paguemos, que nos bajemos del auto.
Estamos los dos parados frente a la casa, una construcción de estilo colonial con sus techos de tejas gastadas, en pendiente a cuatro aguas. Su valija ha quedado a un costado, esa valija nueva y distinta que ha traído con ella. Yo tengo las llaves en mi bolsillo, en realidad siempre he tenido las llaves desde que nos fuimos de la casa, aquella mañana, sin avisarle a nadie, es decir sin avisarle a mi padre. La llave apretada en el bolsillo durante todo este tiempo, como si fuera un mapa, la llave, el camino de regreso a los recuerdos que he perdido. Miramos la fachada de la casa, pretendemos encontrar en las sombras de las paredes algo que nos haga entrar. Yo no tengo recuerdos de la casa, la veo como la vería cualquier persona que pasa por la calle, pero también veo la casa a través de los ojos de mi hermana, y ella dice que la casa no era así, que debe haber sido pintada muchas veces.