No era así la casa, dice mi hermana, a modo de protesta, como si de repente importara la pintura o el estado de las paredes. Ella debe tener razón, pienso, debe estar distinta la casa, debe ser una casa distinta al recuerdo de mi hermana, una casa nueva, de algún modo, también para mí. Entremos, dice ella, al cabo de un momento, y toma su valija y da un paso al frente; yo la sigo, abro la puerta, sólo hago girar la llave en la cerradura y es ella quién empuja la puerta hacia adelante para que entremos. Lo primero que vemos es que todos los muebles están cubiertos por unas roídas sábanas blancas, y yo no sé quién se habrá tomado el trabajo de proteger aquellos muebles, pero en cierto modo lo agradezco; sólo es un lugar lleno de sábanas viejas, no es un living, ni mucho menos nuestro living, es un lugar congelado en el tiempo, un lugar frío y vacío y al mismo tiempo nuestro living. Nos quedamos un momento parados entre aquellos fantasmas de madera, sin saber del todo qué hacer, sin saber qué decir. Ella se acerca a la escalera, y yo otra vez la sigo. Si te parece bien, dice mi hermana, quiero poner en venta la casa cuanto antes. Me parece bien, contesto, pero ninguno de los dos piensa en inmobiliarias, en papeles y en dinero. Queremos que la casa se vaya, que ya no esté, como si fuera esto posible, que se pierda la casa, al fin, que sea un lugar adonde ya no podamos volver. Mi hermana me tiende la mano, me ayuda a terminar de subir las escaleras, ahora yo la veo con su vestido blanco y sus zapatos blancos, yo me veo a mi mismo vestido con mi uniforme de colegio, estamos en la planta alta de la casa, donde hay tres puertas, una lleva a la habitación de mi padre, donde no tenemos permitido entrar, la otra lleva al escritorio de mi padre, donde tampoco tenemos permitido entrar, y la última puerta conduce a nuestra habitación: es esa puerta la que está entornada, a la que nos acercamos y terminamos de abrir. Es cuando entramos al cuarto, y descubrimos en su interior esa cosa inexplicable, negra y adormecida.
Es un enorme piano de cola negro.
El piano nos sorprende, nunca ha estado allí aquel piano, nunca hemos tenido un piano en la casa, y muchos menos uno dentro de nuestra habitación. Una especie de pánico nos paraliza, esta cosa ocupa de un modo ridículo casi todo el cuarto, y nos damos cuenta que sería necesario rodearlo y apretujarse contra las paredes para poder pasar al otro extremo de la habitación. Pero vemos el piano y no decimos nada. Es un piano y es enorme, tiene un brillo particular su madera negra. Los dos lo miramos por un largo momento, uno a cada lado; yo deslizo mi mano sobre la superficie laqueada de la tapa y comprendo, en los ojos de mi hermana, que ella ya no está aquí conmigo; se ha ido lejos, de nuevo, esta vez sin necesidad de abordar ningún avión: ya no está ella en este cuarto, sino en un cuarto lejano, igual a este cuarto, sentada en una de las dos camitas que hay en lugar de un piano. Para distraerme, pienso en el abogado que se comunica con mi hermana, pienso en los papeles de sucesión, en impuestos, en inmobiliarias. No puedo entender cómo fue que entró este piano acá, hubiese sido necesario levantar el techo, contratar una grúa, derribar paredes y volverlas a levantar en el exacto estado en el que se encontraban, con todas sus marcas en el yeso, con las marcas hechas por mi hermana y por mí durante la infancia, marcas que todavía vemos en las paredes, y finalmente depositarlo en medio de nuestra habitación, abandonarlo ahí, dejarlo mudo en este cuarto, desde el momento en que nos fuimos, cuando nos escapamos de allí, desde que decidimos abandonar esta casa y a nuestro último padre. Como si el piano hubiese llegado a la casa siendo un piano diminuto, un pequeño piano negro, infante, que en todos estos años hubiese crecido allí en nuestra ausencia, esta cosa parece haber estado esperándonos.